De la consigna al enigma (o cómo ganar espacio)
Graciela Montes
Junio de 1999. Congreso de Lectura del I.B.B.Y. Uruguay, Montevideo. Publicado en Educación y Biblioteca, Madrid, Año 12, Nº 112, Mayo del 2000.
Las personas experimentamos a menudo la sensación de falta de espacio, y eso nos sucede aunque estemos en medio de un descampado. Nos sentimos sin espacio cuando no podemos hacer nada que, por nuestra voluntad y deseo, por ser quienes somos, queremos hacer, y sólo hacemos lo que nos cuadra hacer, lo que nuestra posición en el mundo, nuestra condición social o nuestra función nos obliga a hacer. En esos momentos nos sentimos en una celda. Tenemos la sensación de que, si nos afanáramos por salir de ella, no encontraríamos a nuestro alrededor sino carriles estrechos, bretes por donde ir mansamente, sin remedio, hacia nuevas celdas.
Otras veces -y eso sucede aunque estemos en una habitación diminuta-, sentimos que el mundo se nos ensancha. Alcanza con que el sol entre por la ventana y nosotros lo veamos entrar. En ese momento somos "el que ve entrar al sol por la ventana". Podríamos no haberlo visto, pero lo vemos, y somos más nosotros mismos que antes de haberlo visto, sentimos una emoción nueva. Nadie nos obliga a reparar en el sol, pero reparamos. Es como si se hubiese producido un alto en el funcionamiento de rutina y, en ese alto, una expansión, un ensanchamiento que nos produce una especie de plenitud, contentura.
También se nos ensancha el mundo -nos sentimos fuera de la celda y con muchos caminos disponibles- cuando pensamos y buscamos entender por qué las cosas son como son, cómo fueron antes, si podrían ser de otra manera. Cuando reconstruimos nuestra historia personal o la proyectamos hacia el futuro también nos ensanchamos, nos construimos espacio.
Estas dos experiencias -la de la celda y la del espacio ganado- son comunes a todos, aunque cada uno las viva a su manera, y adopten ambas, en cada vida, características diversas. Lo cierto es que a veces sólo vivimos, sin darnos cuenta de que estamos viviendo -funcionamos-, y, otras veces, nos sentimos vivir.
Sentirse vivir es bueno, todos sabemos eso, pero ¿cómo se hace? ¿Cómo se hace para salir de la celda y abrirse espacio? ¿Cómo se hace, en especial, cuando las condiciones son adversas, durísimas y cuando la función -y la consigna- parece ser sobrevivir, sencillamente? ¿Ese espacio propio es un don, algo que le dan a uno, algo que reclamar? ¿Es, por el contrario, objeto de una conquista?
No es fácil responder a esas preguntas. Sin duda el espacio propio deberá ser conquistado, o construido personalmente. Tiene mucho que ver con la historia personal de cada uno, con las experiencias y el modo de atravesarlas, y con algunas formas de decisión y de riesgo, por eso traté de definirlo en varias oportunidades como una frontera que no se rinde (o que no debería rendirse, al menos): "la frontera indómita". El "lugar de uno", que se construye y se defiende a cada instante.
Pero, así como es verdad que ese espacio es nuestro asunto, y nadie podrá hacerlo por nosotros, también es cierto que, desde el principio, se nos ofrece o se nos niega la posibilidad de construirlo. Los asuntos de espacio (que son a la vez asuntos de poder, de poder o no poder) resultan al mismo tiempo individuales -privados-, y públicos, propios de la sociedad.
La sociedad puede disuadirlo a uno de construir su espacio, muchas veces lo hace. Por ejemplo, los chicos pobres, que no suelen disponer de hojas totalmente blancas en que hacer sus dibujos, cuando alguna vez disponen de ellas, tienden a hacer dibujos muy pequeños, a menudo apoyados en el borde inferior, o contra el margen. Como si retrocedieran frente al enigma del espacio. Y muchos niños de los que sí podrían disponer de grandes hojas en blanco, porque es algo que la familia podría costearles, parecen haber perdido el interés o la capacidad de construir algo ahí adentro. Como si necesitaran instrucciones, consignas o "entretenimiento" constantes. También a ellos se los nota asustados frente al vacío, al tiempo libre. En ambos casos ha habido una tarea de disuasión previa.
En el título de esta charla se habla de "ganar espacio". ¿Qué espacio? ¿A qué espacio me refiero? Podría haber dicho "espacio poético", para evitar la incertidumbre, y de hecho estuve dudando un rato. Después me quedé con "espacio" a secas porque lo que quería hacer yo acá no era profesionalizar la cuestión sino retrotraerla a una situación primaria, de base. Me gustaría definir a qué me refiero cuando hablo de espacio.
Contemplar el sol entrando por la ventana, tender una mesa con algún esmero, tejer una manta eligiendo con fruición los colores, bailar, seguir el vuelo de los pájaros con la mirada, evocar viejas escenas y sonreírse en secreto, pasearse entre los árboles o por las calles de la ciudad, resolver acertijos, pulir con cuidado un trozo de madera porque sí, para descubrir su lisura, escuchar el relato de un cuento o el sonar de las chicharras en verano, mirar un cuadro, un paisaje, el dibujo fugaz de una vuelta de caleidoscopio, cantar una canción, reconstruir un poema en la memoria, deformar por gusto una palabra, sacar una foto, volver a ver una película que recordamos con añoranza, juntar un ramo de flores, buscarle los sonidos a una cuerda de guitarra o preparar un guiso con deleite forman parte de ese "espacio" tal como quiero plantearlo. El arte -lo que todos conocemos como arte, también la literatura- llevará la construcción hasta el final, simplemente. Entre el viejo que mira el campo de girasoles que hay junto a su rancho, porque sí, por mirarlo no más, y disfruta con el amarillo y con el vaivén de las corolas y con el modo en que la sombra que avanza lo va transformando, y Van Gogh, el artista, que atrapó los girasoles para siempre y nos hizo de ellos un regalo, de manera tal que ya nadie pueda ser capaz de decir que no ha visto los girasoles, entre esos dos, no hay, desde este mi punto de vista, sino una diferencia de intensidad, de grado. O de riesgo, si se prefiere. Pero las experiencias son afines, se tocan.
Todos tenemos derecho al arte y somos, en alguna medida -la medida que nos han otorgado otros y la que nosotros mismos nos hemos ganado con o sin permiso-, artistas. Todos somos artistas. Todos, capaces de gestos de artista en algún momento.
Esa versión amplia del "espacio poético", que llamé aquí "espacio" a secas, es la primera que quiero instalar.
La segunda cuestión que quiero señalar es la vecindad entre este espacio poético amplio y el pensamiento y la búsqueda de conocimiento (incluida la ciencia). Otro espacio al que -otra vez- todos tenemos derecho. Es importante entender que no se oponen. Aunque de aquí en adelante yo vaya centrándome un poco más en el espacio del arte, me gustaría que no olvidaran que el conocimiento está siempre por ahí cerca, que es vecino y hermano. Los dos, arte y conocimiento, parten del deslumbramiento frente al enigma y languidecen bajo las consignas.
Oponer el arte al conocimiento es una manera muy eficaz de desprestigiar a ambos. Separar el arte del conocimiento vuelve trivial al arte y estéril al conocimiento. Aunque cada uno tenga su territorio y sus reglas, arte y conocimiento se ayudan, y se necesitan, en la tarea de construcción del espacio. Que no es, por cierto, una tarea más, una tarea que comience y concluya, sino que es la tarea humana por excelencia, una tarea de por vida.
A propósito de esto me gustaría regalarles la anécdota referida a Sócrates que mi amiga María Adelia Díaz Rönner -citando a Italo Calvino, quien a su vez cita a Cioran- me regaló a su vez hace un par de meses, en ocasión de las Jornadas Docentes de la Feria del Libro Infantil en Buenos Aires. Como ustedes sabrán, Sócrates fue obligado a suicidarse. Dice Cioran que, mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía una melodía en la flauta, y que, cuando le preguntaron de qué le podía servir aprenderse una melodía dada su fatal circunstancia, él respondió: "Me sirve para saberla antes de morir." De algo así trata esta tarea de por vida de construcción del espacio propio.
Lo interesante, y lo dramático también, es que ese espacio que se construye heroicamente hasta el último día no puede construirse sino usando como piso y herramienta lo ya construido y conquistado, de modo que la infancia pesa aquí extraordinariamente. El espacio poético, aunque los nutrientes le lleguen desde todas partes, se va desenvolviendo desde quien yo soy, desde quien he llegado a ser. Es mi ciudad, mi fundación, de la que nadie sino yo, en última instancia, podrá hacerse cargo.
Sin embargo, también es cierto que los demás, mi casa, mi sociedad, mi circunstancia, las condiciones me darán -o no- ocasión de construir, buenos materiales, horizontes, aliento. Si uno quisiera educar para el desenvolvimiento humano debería facilitar y estimular este "desenvolvimiento del espacio propio", permitiéndole desplegarse, como si se tratase de una alfombra infinita, de infinitos dibujos, que se abre hacia todos los sitios al mismo tiempo. Tal vez ese empecinamiento de Sócrates en aprenderse la melodía haya sido su última lección a los discípulos. Lo contrario de la domesticación funcional y el amoldamiento. Aceptar hasta el final lo inatrapable: el enigma.
Claro está que educar así no es fácil. Es mucho más fácil educar para el funcionamiento que para el desarrollo humano. Es muchísimo más fácil recurrir a la consigna. En primer lugar, el maestro socrático no queda nunca fuera de la zona de riesgo (como deja bien demostrado la anécdota de la cicuta y la flauta). Por otra parte, él mismo tendría que tener una zona expandida, una frontera activa, realmente indómita, siempre sensible al enigma, para emprender la tarea; con el oficio solo no le alcanzaría. Y tampoco le bastaría la rutina, tendría que desarrollar una actitud diferente. Tendría que ser menos asertivo y más atento a los indicios. A la vez más prudente, para esperar el momento, y más audaz para acompañar los impulsos de construcción de sus discípulos, aunque no sean exactamente los que uno tenía previstos en el módulo correspondiente. Un maestro socrático tendría que ser capaz de deslumbrarse frente al mundo. Tendría que tener muchos más conocimientos y sobre todo muchas más preguntas, y una frecuentación del arte mucho más apasionada y viva. Es cierto que es mucho pedir. Pero ésa es la clase de maestro que Sócrates era, y ésa parecería ser la clase de maestro que todo maestro debería aspirar a ser.
Parece irónico hablar de esto cuando los maestros luchan por no morirse de hambre, y sin embargo me parece que, justamente por eso, justamente en estos momentos, su papel social tiene que volver a ser el fundante, el que le da sentido. En una sociedad de mandatos y consignas, de caminos previsibles, de consumo dirigido ¿no resulta verdaderamente revolucionario el que sigue preguntándose, cuestionándose, plantándose desnudo por así decir, deslumbrado e inquisitivo frente al enigma?
¿Cómo empieza la construcción de ese espacio que conquistamos día a día? Ésa era otra de nuestras preguntas. ¿Qué desencadena la tarea del constructor y qué formas adopta esa construcción en los primeros años, que, como vimos, resultan determinantes dada la característica de "territorio en fundación permanente" que tiene el sitio?
Todo empieza con el juego, al parecer. Jugar ensancha el espacio. Jugar es natural y todos los niños juegan.
Sin embargo, sabemos que muchas persona han perdido la capacidad de jugar. Que hay muchos niños, incluso, que ya no saben jugar. A veces son tan duras las condiciones que el juego desaparece. Porque para jugar hay que tener alguna esperanza. Como nos mostró Winnicott, el juego nace en la espera, para consolar la espera. Nace del vacío entre dos momentos de plenitud. Si la madre se ausenta y luego, más tarde, vuelve, cuando vuelva a ausentarse, habrá soledad para el niño, pero también esperanza. Entonces habrá juego. Pero si la madre no está y no está, si los deseos nunca son saciados, si el abandono es permanente, si la plenitud nunca llega, desaparecen la esperanza y el juego. Sólo se languidece. En esos casos no hay ocasión de jugar, tal vez nunca se juegue.
Por otra parte, el juego es censurado muchas veces, desaconsejado, prohibido. Muchos adultos le temen al juego. ¿Por qué? Tal vez porque el juego es una zona no controlable desde afuera. No me refiero aquí al juego social, de reglas, claro, sino al juego personal y un poco salvaje en el que exploramos zonas ignotas, ese lugar especial en el que estamos cuando no estamos sometidos a la tiranía de nuestros propios impulsos ni a la dictadura del mundo, sino a las reglas del juego, que son nuestro mandato divino mientras jugamos. Muchos adultos le tienen miedo al juego salvaje de los niños, que, vuelvo a decir, siempre tiene sorpresas. Cuando a la hora de la siesta me juntaba con mis amigas de la vuelta a jugar, a los siete, ocho, nueve años, solíamos disfrazarnos, y en medio del juego surgían fantasías fuertes, a veces había momentos siniestros. En una ocasión hubo una mujer que se asomó a la ventana que daba al patio y nos sugirió que jugáramos a otra cosa. ¿Por qué, si no
estábamos haciendo ruido? Pienso que nuestros mundos la asustaron. El juego salvaje es inquietante. Los carnavales o los cumpleaños, que eran "zonas liberadas" por naturaleza, grandes juegos colectivos, han ido siendo domesticados. Los "animadores de cumpleaños" controlan con rienda muy corta el juego, que entonces se va volviendo carril, celda. El "entretenimiento" mata al juego porque el juego es, por naturaleza, una exploración del engima, y languidece con exceso de consigna.
Jugar es el gran comienzo del espacio poético, sin duda. Sobre todo jugar con el cuerpo. La contemplación de ese enigma que es para cada uno de nosotros nuestro propio cuerpo, la exploración de sus movimientos, la búsqueda de sus sensaciones. La verdad es que, sin esa exploración gozosa y porque sí del cuerpo, ni siquiera tendríamos un cuerpo que pudiéramos llamar propio. Con las palabras -nuestro segundo cuerpo- es igual. Tenemos que jugar con ellas para apropiárnoslas. Paladearlas, ritmarlas, escucharlas sonar, amasarlas, colocarlas en situaciones imaginarias. Pero no me refiero a "obedecer consignas de juego" o a jugar artificialmente con las palabras. Eso es un entretenimiento y hasta un entrenamiento, un aprendizaje. Puede ser útil, funcional, pero no es a lo que me refiero aquí con "juego". Aquí me refiero a algo de mayor riesgo, menos previsible, y también algo más personal, único, inalienable. Tenía yo una tía que se llamaba Elisa. Yo insistía en llamarla "Carón". Ella se ofendía. Entonces yo, en su ausencia, decía "Carón, Carón, Carón" y se me representaba una luna grande y blanda, parecida a ella, que estallaba.
Creo que todos, recordando nuestra infancia, recordaremos esa facilidad para jugar que teníamos. Uno estaba "disponible" al juego y nutría el imaginario fácilmente. Una sombra, una forma, una escena, una palabra desconocida parecían crear alrededor de uno una especie de suspenso, un vacío, que uno llenaba con sus historias. Y estaban, además, los "imaginarios prestados", un juguete, láminas, figuritas, cuentos, las fiestas, el cine, las historietas, los lápices de colores. En esa fantasía de disponibilidad total que tenía uno en la infancia, no parecía haber coto alguno para el juego. En el juego podía entrar todo, siempre y cuando uno tuviera "tiempo para jugar" y un "lugar" donde poner al juego, un espacio poético. Se podía hacer de pirata, de minero, de hada, de maestra, de astronauta. Se podía usar una corona o un teléfono, un cuento de dioses olímpicos o un relato de animales cercanos. Y todo venía mezclado. Uno construía, con lo que fuera, incansablemente. Se sentía dueño de su espacio. Uno decía "Me voy a jugar" y uno sabía que entraba a un sitio donde uno era más uno mismo que nunca y el tiempo tenía otra calidad, era tiempo de otra clase.
Eso sucedió, en mi caso, en la década del cincuenta. Habría que preguntarse cómo es hoy, si la ocasión y la disponibilidad para el juego son las mismas hoy que hace cuarenta y cinco años. O cómo han variado sus condiciones si es que han variado.
Como trato mucho con niños, sé que no hay una única forma de infancia (aunque los medios y el mercado tiendan a homologarlo todo), que vidas distintas le dan a uno distintas formas de nutrir el imaginario y, sobre todo, le dan o no le dan lo que decíamos antes: la ocasión, la brecha donde construir su espacio. Las experiencias de un niño urbano, de departamento y escuela y las de un niño rural, o un niño urbano pero de la calle, desprotegido, pueden ser extraordinariamente diferentes. Las sombras, las escenas o los enigmas con que uno empieza a nutrir su imaginario pueden variar mucho según sea la vida que uno lleve.
En cambio, los "imaginarios prestados" que uno va acarreando a su espacio poético, y que le sirven de materiales de construcción para abrir nuevas brechas, no parecen variar tanto en nuestro tiempo. Incluso parecen variar mucho menos que antes. El mercado los ha homologado. El cuento oral es ya muy raro, las figuritas sirven sólo para completar álbumes y suelen estar ligadas a una serie televisiva, los imaginarios colectivos (cumpleaños, fiestas, fogatas, carnavales) han languidecido, desaparecido o han sido regulados convenientemente.
Los proveedores de imaginarios son hoy unos pocos. La televisión en primer lugar, con sus series, sus dibujos animados, sus teleteatros, sus videoclips y hasta sus noticieros y sus cortos publicitarios (la mayor parte de los juegos de los chicos giran en torno a ella); las llamadas "grandes producciones" -Rey León, Tortugas Ninjas, Disneys diversos-, que derivan por lo general en juguetes, álbumes de figuritas, detalles de vestimenta, discos, y, en menor medida, los videojuegos. Sólo algunos niños, muy pocos, tienen alguna ocasión de frecuentar otras formas de imaginarios: poesía, novelas y cuentos, anécdotas familiares, mitos y leyendas vivos, cuadros, libros de imágenes, cine, música, teatro. Para la mayor parte de los niños, la variedad de los "imaginarios prestados" que están a su alcance es mínima.
Esto vuelve a poner la educación en primer plano. Otra vez, es un asunto que les compete a los maestros socráticos. Porque ¿qué consecuencias tiene esta homologación extraordinaria que nos propone el mercado? ¿Se estará poniendo en riesgo la capacidad de jugar? Si se ve todas las tardes la misma serie televisiva, y luego se escuchan las canciones de la serie, y, cuando se va al teatro, se va a ver otra variante de la serie, y, cuando se compran libros, se compran los que tratan de los personajes de la serie y hasta las figuritas y los rompecabezas tratan de ellos, ¿no se terminará por anestesiar en los niños la posibilidad de entrar a otros imaginarios más variados o más ricos y, en última instancia, su capacidad de jugar? ¿No se les estará escamoteando el enigma? ¿No se les estará apelmazando la frontera indómita?
Hay que tener en cuenta que estos imaginarios masivos son, en su mayoría, muy rígidos y, además, muy invasores, puesto que el mercado tiende a invadir todas las áreas de la cultura con el mismo producto (de eso se trata si se busca el rédito: de vender mucho de lo mismo). Y si el "imaginario oficial" del mercado lo ocupa todo ¿quedará algún sitio para ejercer la construcción del espacio poético propio, del imaginario personal, que siempre es, por así decir, "artesanal" y privado?
Creo que hay una nueva "oficialización" en marcha. Los que me conocen desde hace más de diez años saben que, por entonces, yo me preocupaba mucho por el congelamiento de la propia historia y del propio lenguaje que acontecía muchas veces en la escuela, una especie de vaciamiento de lo propio, de lo vinculado con el cuerpo y con el pasado. Hoy me preocupa mucho más la oficialización del mercado, cuyos efectos de vaciamiento, anestesia y amoldamiento son aún más drásticos, y creo, en cambio, que la escuela -con una reformulación de su sentido y buena dosis de maestros socráticos, insisto- tiene un papel interesantísimo que desempeñar. Un papel casi heroico.
Hace diez años sentía que el lenguaje oficial de los libros de lectura terminaba arrasando con la palabra propia. Hoy los libros de lectura tienen mucho menos peso que antes. En cambio, la televisión, por ejemplo, tiene tanto peso, un peso tan extraordinario, que hasta los libros de lectura tienden a imitarla. Todo el mundo adopta el lenguaje televisivo, que es el lenguaje oficial. Hay casos de grotesco. Le preguntan a un testigo, a una víctima incluso, qué sucedió y el testigo, o la víctima, responde que "sufrió un impacto de bala en el cráneo", en lugar de decir que le pegaron un tiro en la cabeza, llama "nosocomio" al hospital, se alegra de "no haber sufrido pérdida de masa encefálica" (aunque a esta altura, ya no estamos tan seguros de eso) y se siente más prestigioso, más decente, si, en lugar de responder "sí" a una pregunta del reportero, dice "afirmativo". Hay algo de parodia en esto, claro está, pero se han visto casos muy parecidos. El protagonista siente que esa manera de decir es lo funcional, lo que corresponde. "Lo vi y oí en la televisión", parece decir el testigo, o la víctima; "un hecho de violencia se relata así, en esos términos, eso lo sabe cualquiera" (del mismo modo en que antes se sabía que, si alguien había sufrido la pérdida de un familiar, se debía decir "lo acompaño en el sentimiento" y todas las cartas debían encabezarse con la fórmula "espero que ésta los encuentre bien; yo estoy bien, a Dios gracias"). Así funcionan las cosas, parece decir, éstas son las fórmulas infalibles, las consignas. Sólo que, como sucede siempre, la consigna le quita el sitio al enigma. Y el enigma por fin desaparece. Como si los acontecimientos, por sorprendentes que sean (por ejemplo recibir un tiro en la cabeza cuando uno pasa por la calle), se congelaran de inmediato en una escena modelo, a la que le corresponden ciertas palabras. Algo así como si el viejo de la chacra vecina al campo de girasoles o el propio Van Gogh se dijeran. "No hay nada que mirar aquí. Son sólo girasoles."
Ahora la pregunta sería: si el enigma y la exploración del enigma -o sea el espacio propio- están en riesgo, si la rígida homologación -la celda- a que nos somete el mercado anestesia nuestra capacidad constructora, si los mandatos sociales nos impulsan a consumir y nunca a explorar ¿qué podemos hacer al respecto? ¿Acaso los niños ya no necesitan un espacio poético? Y, si lo necesitan ¿cómo darles ocasión de que lo construyan? ¿Cuál es el papel del educador -del maestro socrático- en todo esto? ¿Cómo puede hacer para destrabar lo tan trabado, ir en contra de lo establecido?
Mi propuesta es que reinstalemos el enigma y la diversidad. Que afirmemos el enigma y la diversidad frente a la consigna y la homologación.
Nuestra época nos escamotea lo enigmático. Al mercado lo que menos le hace falta es el enigma. Un buen consumidor, un consumidor obediente, no se pregunta demasiado, no filosofa, no explora ni discute ni se mete en berenjenales. Cuanto más, puede quejarse por el precio, y elegir entre una marca y otra, una telefónica u otra, un brete u otro brete. ¿Acaso le conviene a una sociedad construida sobre la ley del mercado que las personas tengan enigmas y pequeñas construcciones personales para responder a esos enigmas? ¿Que se pregunten acerca de su pasado y fantaseen su futuro? ¿Que usen parte de su tiempo en "sentirse vivir" simplemente? ¿Que contemplen campos de girasoles, recuerden poemas, se demoren en sus juegos, piensen el mundo? Claro que no. El énfasis del mercado está puesto en la función, en el carril, y en lo útil y eficaz, que garantiza que siga adelante el funcionamiento. "Hacerse problemas", "cuestionar", "pensar demasido", en cambio, parecen pérdidas de tiempo.
De manera que reinstalar el enigma es hoy un gesto revolucionario. Hoy lo revolucionario es el enigma, no la consigna.
Y también es revolucionaria la instalación de lo diferente, de lo heterogéneo. La constatación, a cada paso, de que el mundo es variadísimo y múltiple, que la realidad está ahí, en toda su riquísima heterogeneidad hecha de capas y más capas de infinitas experiencias, inatrapable siempre, es un modo de destrabar la homologación a que el consumo parece habernos condenado.
Instalar la diversidad implica algunas formas de desobediencia. O sea de resistencia a las consignas.
El mercado no duda y, por lo general, tiende a asegurarnos que las cosas son "automáticas" y que nada podemos hacer por modificarlas. Un educador como concibo yo a los educadores, en cambio, un maestro socrático, digamos, nunca cree que las cosas sean automáticas. Mas bien se la pasa quitando las pieles de la cebolla. Buscándole la quinta pata al gato. Mostrando la otra cara de la luna. Recordando historias viejas. Abriendo lo cerrado. Cuestionando lo establecido. Y visitando y llevando a otros a visitar los mundos imaginarios más variados: toda la riqueza de la literatura, del arte y de la ciencia. Un maestro socrático siempre es inquietante, porque sacude lo que está demasiado quieto.
Si un maestro hace eso, el efecto es inevitable, arrollador. Escuchen esto: una profesora de plástica de una escuela secundaria de un barrio muy pobre me contó lo que sucedió cuando llevó al aula sus propios libros de arte, de gran formato, libros de Picasso, de Klee, de Kandisnsky, de Goya, libros de grabadores, dibujantes, fotógrafos, grandes láminas e imágenes intensas. Simplemente los dejó ahí y les dijo a los alumnos que, si querían, podían mirarlos. Primero se hizo un gran silencio. Y luego comenzó la seducción irremediable del arte. Los chicos se demoraban en las láminas y ya no podían separarse de ellas. Poco a poco entraban en confianza. La profesora lo tomó como forma de comienzo de clase a lo largo del año. Siempre llevaba algún libro nuevo, así empezaba todo. Hacia fin de año había ya algunos comentarios, comparaciones, el pedido de que volviera a traer al aula algún libro que les había gustado especialmente. Algunos copiaban, reproducían en las hojas de las carpetas algún trazo que los había conmovido o fotocopiaban la imagen que más les había gustado para pincharla en la pared en su casa. Al mismo tiempo sus propios dibujos, sus propias construcciones, comenzaban a abandonar los clichés, a ensancharse y tener otro trasfondo.
El enigma y la extraordinaria y bella diversidad de lo que existe -que en el fondo tal vez sean lo mismo- pueden ayudar a construir el espacio poético en estos tiempos difíciles, poco propicios. Al menos, es lo que creo. La parodia, la sátira y el humor, a su vez, pueden servir para empezar a desarmar el rígido andamiaje de los mandatos y las fórmulas (burlarse de la celda es una manera de empezar a salir de ella).
Después, cada maestro socrático hará lo suyo, aquí no hay recetas. Es decir, no hay consignas. Lo que hay son sólo preguntas, o sea, enigmas. El enigma y la decisión de plantearse desnudo y deslumbrado frente al enigma, que es el único modo de ganar espacio. Y eso hasta el final porque, como bien nos enseñan Sócrates y todos los buenos maestros, siempre habrá tiempo para leer otro poema, para mirar una vez más los girasoles, para tomar la flauta en la mano y aprenderse una última melodía.
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