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Las palabras y el diálogo

William Ospina
(Intervención en la I Cumbre Mundial de la Poesía por la Paz de Colombia)

Hölderlin afirmó que la poesía es el más inocente de los oficios y también que el lenguaje es el más peligroso de los bienes humanos. Pero también fue el que preguntó con dolor al final de su poema Pan y vino: ¿Para qué poetas en tiempos miserables? Estamos en un país en el que la poesía se enfrenta hoy a realidades demasiado dolorosas. Un país donde la poesía conserva toda su inocencia y al mismo tiempo las palabras manifiestan toda su peligrosidad. Nos rodea una guerra, ese antiguo monstruo de las naciones, esa evidencia del fracaso de las palabras como instrumentos de civilización. Y estamos en ese momento preciso en que hasta las palabras parecen convertirse en campo de batalla, en escenario de combate.

Pronto será un delito llamar a la guerra por su nombre: hoy ya se nos ordena llamarla solamente conflicto. También estamos a punto de recibir la orden de no llamar a los combatientes combatientes, sino sólo bandoleros. Ya se debate si existen insurgentes o solamente terroristas. Se desarrollan largos discursos para decidir si entre esos ejércitos puede hablarse de canje de prisioneros o sólo de intercambio humanitario, y cuáles son las implicaciones jurídicas y políticas de cada una de esas palabras. Ello podría significar que las palabras siguen siendo importantes, que los conceptos que ellas condensan todavía tienen sentido para los seres humanos, que hay una barrera de lenguaje antes del triunfo de la barbarie enérgica, más acá de las balas acalladoras y de las bombas definitivas, pero también puede significar que ni siquiera en las palabras estamos seguros, que la guerra se va apoderando de los corazones, de la imaginación, del lenguaje.

En todos los campos de nuestra realidad cunde el desconcierto. Se discute incluso con seriedad si esos cuatro millones de personas que vagan despojados de su honra y de sus bienes, y sin certeza sobre la conservación de sus vidas, pueden llamarse desplazados, un término espacial casi neutro, o mejor desterrados, que es una palabra que alude a la tierra perdida, a las raíces cortadas, o tal vez refugiados internos, una expresión que alude a caravanas desamparadas, al fracaso de las instituciones que deberían protegerlas, a la insensibilidad de quienes deberían mostrarles su fraternidad. Y esas discusiones suponen inquietudes reales sobre si a veces el lenguaje sirve para enmascarar los hechos, o para atenuar su gravedad. Cuando muere un colombiano a manos de otro, es fácil advertir que el lenguaje no es nunca inocente. Siempre depende del que cuenta el saber si fue asesinado, o si fue simplemente dado de baja, y eso parece conferirle dos sabores distintos, dos calidades distintas, a un mismo deplorable fratricidio.

Hace poco leí en una estadística internacional que Colombia es uno de los tres únicos países del mundo donde la principal causa de mortalidad no es natural, no se debe a afecciones coronarias o pulmonares, sino que está resumida en un eufemismo: “accidentes”. Es allí donde tiene razón Thomas Mann cuando afirma que “toda música es políticamente sospechosa”. Esa palabra “accidentes” no abarca sólo los accidentes de trabajo que aquí deben ser tan escasos como el trabajo mismo, o los accidentes de tránsito, desafortunadamente tan numerosos, sino esa suerte de maligno accidente social que son las colisiones interpersonales, de las que la guerra es sólo una faceta. Uno se ve tentado a decir que los colombianos somos la principal enfermedad de los colombianos.

Pero ello sería injusto, porque equivaldría a afirmar que la gran mayoría de los ciudadanos pacíficos y laboriosos que sostienen al país son responsables del orden terriblemente injusto que es la causa de estas guerras y este vasto desorden, y que les ha sido impuesto por una alianza que salta a la vista de viejos privilegios y de grandes poderes internos y externos.

Pero no hay que extrañarse demasiado de que no sepamos usar el lenguaje como un instrumento para habitar sosegadamente el mundo, para buscar nuestra felicidad en él. Hemos padecido por siglos una dificultad para nombrar las cosas que se debe ante todo al modo como llegó a nosotros esta lengua que hablamos. A un genocidio se lo llamó desde el comienzo gesta civilizadora. Los grandes destructores de imperios eran paladines. Y las palabras poéticas eran sólo las que procedían de un mundo lejano e ilustre. La tradicional división clásica entre lo poético y lo prosaico, contra la que lucha toda la poesía moderna, revistió aquí un carácter colonial, y para nosotros lo poético fue aquello que llegaba de Europa y lo prosaico todo aquello que nacía de esta tierra. Tardó mucho el toche en ser un pájaro nombrable por la poesía, pues lo poético era sólo el ruiseñor, cuyo único defecto en estos trópicos es el de no existir. Y no hay que negar que es una virtud cantar lo ausente y lo inexistente, pero jamás por mudez ante lo conocido ni por desdén de lo presente. Y por supuesto que siempre fue más poético decir aquí Londres o Viena que decir Bucaramanga o Sogamoso. No hemos sabido impedir que la coca, un cultivo sagrado de nuestros indígenas desde hace miles de años, se convirtiera para la jerga moderna de la que abusa el periodismo en un cultivo ilícito, y sólo un esfuerzo de los gobernadores del sur[1] ha intentado muy recientemente llamarla al menos una planta a la se da hoy un uso ilícito. No hemos sabido impedir que la naturaleza de esta franja equinoccial del planeta, que está viva todo el año, fuera sometida a los mismos usos productivos que la naturaleza de los países que tienen estaciones, donde el suelo entra en letargo cada invierno para protegerse de la extenuación.

Hoy yo diría que la solución, que el comienzo de la solución de nuestros conflictos, depende de que podamos intercambiar los sentidos que les damos a nuestras palabras. Que asumamos que hay otros que llaman a las cosas de otra manera, y que sólo cuando la realidad sea verdaderamente compartida podemos esperar que las palabras signifiquen lo mismo para todos. Pero los poderes enardecidos que ocupan los escenarios de la guerra están demasiado atrincherados en ese sentido que cada cual da a las palabras, y hasta procuran volver obligatorios esos sentidos. Viendo cuántas cosas violentas se hacen en nombre de la paz, y cuántas cosas sangrientas se hacen en nombre del amor, uno no pude impedirse recordar los versos tremendos de Porfirio Barba Jacob, gran descifrador de la realidad colombiana, cuando escribió Acuarimántima:

La paz es mi enemigo violento
Y el amor mi enemigo sanguinario.

Felices los países donde la poesía es ya un asunto de palabras compartidas, porque en esos países las realidades ya han podido dialogar. En el nuestro no hay palabra más difícil que la palabra diálogo. Y es de un intento de diálogo entre los contendores que ha salido esta época en donde cada quien parece amurallarse en su discurso, y procura imponerlo por la fuerza. Pero estamos aquí para recordar que son las palabras los únicos lazos verdaderos que atan a las sociedades y que unen a las culturas. Estamos aquí para celebrar la certeza de que, a pesar de todo, el diálogo llegará.

Notas:

[1] gobernadores indígenas

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