LA LECTURA de los clásicos
SILVIA CASTRILLÓN
En octubre del año pasado nos visitó la profesora española Teresa Colomer para hablar sobre los clásicos. En una conferencia, ante un público de maestros, mostró cómo estos libros permiten compartir “en vertical”, es decir entre generaciones, la herencia de la tradición. Teresa estaba muy preocupada, pensaba que su discurso iba a estar descontextualizado pues en un país con tantas preocupaciones como Colombia no tendría lugar la lectura de los clásicos. Sin embargo muy pronto disipó sus dudas a raíz de dos situaciones que presenció:
La primera, en casa de una amiga, alguien narró la acción valerosa de las mujeres de una pequeña población colombiana, que salieron a dar sepultura a sus muertos después de una masacre perpetuada por paramilitares; muertos que nadie se atrevía a enterrar por el terror de manifestar su relación con ellos. La narración de este hecho produjo un silencio que fue roto con una sola palabra: Antígona. Teresa confesó luego que sin esa referencia a la tragedia griega ella no habría entendido en toda su dimensión la tragedia colombiana.
El segundo episodio lo presenció Teresa en Medellín, en una comuna víctima también de la guerra y de la pobreza. En una pequeña biblioteca popular Teresa encontró a dos niñas muy pequeñas que leían a Andersen con mucho entusiasmo. Por qué disfrutaban estas niñas la lectura de cuentos tan dolorosos, siendo ellas víctimas de la violencia, es algo que no sabremos responder con certeza. De lo que sí podemos estar seguros es que la conferencia de Teresa había caído en un terreno abonado.
Lo que se expone a continuación no constituye el resultado de una investigación sobre la lectura de los clásicos en Colombia, se trata sólo de algunas apreciaciones y reflexiones que surgen de prácticas de lectura de los clásicos en dos programas que Asolectura adelanta con la Secretaría Distrital de Cultura: Clubes de Lectores y Grupos de Maestros con la Secretaria de Educación del Distrito. Tanto en los Clubes de Lectores como en los Grupos de Maestros se leen, entre otros, los libros del programa Libro al Viento que
el Instituto distribuye de manera gratuita, y en cuya selección predominan los clásicos.
Pero antes de presentar las consideraciones acerca de la lectura de los clásicos en los Clubes, permítanme compartir con ustedes algunas reflexiones surgidas de la polémica que se ha venido planteando recientemente acerca de “las lecturas canónicas”.
Comparto los discursos de algunas personas frente a la mitificación de la lectura y de las “buenas lecturas”, pero considero que estos discursos no deberían constituirse en la justificación para no alentar la lectura de obras clásicas o canónicas estigmatizadas no sólo por la falsa creencia de que únicamente algunas elites de eruditos la practican o por posiciones ideológicas que cuestionan estas lecturas por tratarse de productos de una civilización occidental y decadente a la que supuestamente no pertenecemos o pertenecemos de manera tangencial, o simplemente, por posturas aparentemente avanzadas a las que Vázquez Montalbán en su conferencia Cultura y Política se refiere, para cuestionarlas, de la siguiente manera:
Todas las situaciones revolucionarias han tenido una profunda carga cuestionadora del pasado, y han establecido una cierta cuarentena en torno a ese patrimonio cultural, al tratar de verlo como una cultura dominada por las antiguas clases dominantes que han detentado el control de la historia [...], como una cultura de clase, como una cultura vieja y ligada a una concepción del mundo de los antiguos...
(Vásquez Montalbán: 2003)
No se trata por supuesto, en nuestro caso, de ninguna situación revolucionaria, pero sí de posiciones progresistas (o posmodernistas) que en ocasiones denigran de la lectura de los clásicos con la aparente valoración de todas las prácticas de lectura que realizan especialmente lectores provenientes de las clases populares y de todos los materiales de lectura.
Comprendemos y asumimos concepciones que defienden el reconocimiento de una “cultura popular” y que han generado la polémica entre “lecturas y lectores legítimos” versus “lecturas y lectores ilegítimos”, pero pensamos que las posturas que plantean la legitimidad de todas las lecturas encierra –a veces, no siempre– miradas elitistas en la medida en que presumen que son los pobres los que practican la banalidad y la frivolidad y se reservan para sí mismos –porque estos planteamientos los hacen, por lo general, los eruditos– la seriedad.
Estos planteamientos no son tan nuevos, ya desde la década del 60, y especialmente a partir de mayo del 68, se empezaron a anunciar. Martine Poulain, en un artículo sobre la sociología de la lectura en Francia en el siglo XX dice que entre 1968 y 1985:
los planteos sobre el necesario reconocimiento de las culturas “populares” o sobre la dominación de las culturas “legítimas” generan una abundante producción sociológica. Las décadas de 1960 y 1970 son, sin duda, el momento de gloria de cierta sociología de la cultura, signada por la voluntad de demostrar los mecanismos de dominación social que se establecen en el campo de lo educativo y de lo cultural.
(Poulain: 2004)
Nuestra experiencia particular es que en los sectores populares, si bien se realizan prácticas de lectura muy variadas y poco canónicas, también es cierto que muchos de los jóvenes, especialmente aquellos que por factores sociales y económicos han tenido que abandonar prematuramente la escolaridad, reclaman la lectura de obras denominadas clásicas o por lo menos de “buena literatura”. Estos jóvenes no sólo no quieren que se los excluya de las “buenas lecturas” con actitudes paternalistas y demagógicas sino que realizan una lectura rebelde y subversiva de las obras canónicas a partir de las cuales sienten que pueden construir para sí mismos nuevas subjetividades en donde se cruzan y se aceptan diferentes identidades, o mejor construir identidades conformadas por múltiples pertenencias dentro de las cuales, una de ellas, está constituida por la herencia cultural trasmitida por los clásicos.
Por otra parte, en nuestra actividad hemos encontrado mejores lectores de los clásicos en sectores populares que no leen para “estar al día” que en otros con mayor capacidad adquisitiva y aparentemente con mayor “capital cultural” que sólo leen la novela de moda o libros de autoayuda. Con excepciones que siempre confirman la regla, incluso muchas personas que de alguna manera tienen la tarea de convencer a otros sobre la importancia de leer y que han hecho de la lectura su fuente de ingresos, cuando leen, son usuarios frecuentes de la llamada “subliteratura”.
En la experiencia de la que parten estas reflexiones no se denigra de ninguna práctica de lectura ni de ningún material de lectura, pero todos –y
no sólo quienes coordinan o dirigen el proyecto– sino quienes disponen de menos posibilidades de lectura, y especialmente ellos, se acercan al programa con el ánimo de encontrar espacios en donde se sientan crecer con modelos diferentes a los que la sociedad les presenta en los que no encuentran una propuesta estética muy atractiva.
Hecha esta necesaria aclaración, procedo a exponer, entonces, algunas reflexiones que parten de la lectura de los clásicos en los programas mencionados.
La primera pregunta que nos hacemos ¿qué es un clásico ?
No es fácil intentar una definición de los clásicos. Cada cual tiene la suya, pues justamente una de las condiciones de los clásicos es que son obras que permiten una apropiación individual, personal, única. Aidan Chambers dice que cada persona que actúe como mediador de lectura debe construir su propio repertorio y este repertorio es en última instancia la lista de sus clásicos propios, de su canon particular. Canon que por otra parte se modifica permanentemente.
No daré entonces una sola definición de los clásicos. Me permitiré elegir algunas de escritores y especialistas y presentárselas a ustedes porque, además, estas definiciones encierran en sí mismas, las razones de la importancia de los mismos.
Comenzaré con la del escritor y crítico colombiano Hugo Chaparro quien afirma que “un clásico es un contemporáneo de su futuro”. Esta definición nos recuerda que una de las condiciones fundamentales de los clásicos es su universalidad y su capacidad de trascender el tiempo. Capacidad que permite ese compartir en vertical del que hablaba Teresa Colomer.
Por su parte, Italo Calvino propone en su libro Por qué leer los clásicos varias definiciones todas muy sugestivas, una de ellas se refiere de manera muy directa a las lecturas de infancia y juventud.
Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
(Calvino: 1991, p. 14)
Cuenta Eduardo Galeano en el Libro de los abrazos que:
Cuando Lucía Peláez era una niña, leyó una novela a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocultándola bajo la almohada. [...].
Mucho caminó Lucía, después, mientras pasaban los años. En busca de fantasmas caminó por los farallones sobre el río Antioquia, y en busca de gente caminó por la calles de las ciudades violentas.
Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su viaje iba siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado, con sus ojos, en la infancia.
Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería. Tanto le ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo.
(Galeano: 1991, p. 8)
Hablando de los clásicos para niños y jóvenes la bibliotecaria francesa
Geneviève Patte dice que:
Un clásico es un libro que a nivel del niño, de su experiencia y de su comprensión trata de manera eficaz los acontecimientos importantes de la existencia humana: el nacimiento, la muerte, la amistad, el odio, la fidelidad, la tristeza, la injusticia, la duda, la certeza...
(Patte: 1983, p. 43)
Dice también que los clásicos se convierten en libros imprescindibles y que, otra constante, trascienden al tiempo y a la moda.
Para mí los clásicos infantiles y juveniles son, por una parte, aquellos que leímos en la infancia y que los niños de hoy sólo reconocen por sus versiones cinematográficas que, por lo general, sólo dejan un bagazo sentimental y romántico: Andersen, Dickens, Defoe, Kipling, Perrault, Grimm, Twain, Carroll, Swift, Collodi, Barrie, Stevenson, Salinger, Poe, Monterio Lobato, Quiroga, Rafael Pombo... Pero también los que –a pesar de la negación que de ellos hace la industria editorial que considera prescrito todo lo que se haya publicado ayer– no han podido ser desterrados por la reverencia incondicional a las novedades. Son figuras como Christine Nöstlinger, Maria Gripe, Katherine Paterson, Arnold Lobel, Leo Leonni, Lygia Bojunga, Marina Colasanti, Janosch, Tomie de Paola, Ungerer, entre muchos otros.
Voy a mencionar apenas algunos de los clásicos que se leen en los Clubes, y ante la imposibilidad de hacer un análisis más detallado de cada uno de ellos, recomiendo acudir a algunos ensayos en donde se tratan de manera muy incitadora, ensayos que, al igual que otros textos sobre la lectura, son también materia de discusión en los Clubes. Aunque, de todas maneras, no sobra aclararlo, estos textos no reemplazan la lectura de las obras, por el contrario la estimulan. Mencionaré tres de la primera categoría, es decir de los anteriores al siglo XX y tres clásicos de los que podrían llamarse contemporáneos.
Pinocho. Éste es un ejemplo de cómo una obra puede ser estereotipada y maltratada con adaptaciones simplificadoras e interpretaciones ligeras. Para una comprensión de la importancia de esta obra remito al texto de Marina Colasanti La lectura siempre srenovada. Alicia, Pinocho, Peter Pan
(Colasanti: 2004) y al de Italo Calvino Pinocho o las andanzas de un pícaro de madera escrito cuando el clásico cumplió 100 años.
Alicia en el país de las maravillas. Sobre Alicia, así como sobre Carroll y sus juegos con el lenguaje, recomiendo los ensayos de Graciela Montes que aparecen en El corral de la infancia publicado por Fondo de Cultura
Económica de México. Dicho sea de paso Graciela tiene, a mi modo de ver, una de las obras que pueden incluirse en la categoría de clásicos para todas las edades: Casiperro del hambre.
La isla del tesoro. Fernando Savater, lector y relector de clásicos afirma que esta obra “reúne con perfección más singular lo iniciático, lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera –que siempre es la aventura más perfecta, la absoluta”. Recomiendo la lectura de Infancia recuperada, en donde habla no sólo de éste sino de otros clásicos infantiles
y juveniles.
De los clásicos contemporáneos he elegido, con mucha dificultad, los siguientes:
Los hijos del vidriero. No es fácil elegir una obra de Maria Gripe. Mi admiración por esta autora sueca es vieja y prácticamente incondicional. Es asombrosa su contemporaneidad con niños y jóvenes más allá de cualquier geografía. De ahí la razón de su universalidad y actualidad. Los hijos del vidriero es tal vez, una de sus obras más inquietantes y en donde plantea la complejidad de la naturaleza humana y su relación con el bien y el mal.
Para una mejor aproximación remito al análisis realizado por un equipo coordinado por Teresa Colomer y publicado bajo el título Siete llaves para comprender las historias infantiles. (Colomer: 2002)
La colina de Watership de Richard Adams que, a pesar de haber sido un bestseller internacional en 1972 con más de un millón de ejemplares vendidos, es ahora prácticamente desconocido. Se trata de una “fábula política” según palabras de Alison Lurie, quien habla de éste y otros clásicos infantiles y juveniles en el libro No se lo cuentes a los mayores publicado en su versión en español por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. (Lurie:
1998)
Para los más pequeños –lo que no excluye las otras edades– elijo a Arnold Lobel que sirve de ejemplo a Gareth Matthews en su libro El niño y la filosofía para afirmar que son los autores de libros para niños y jóvenes tal vez los únicos que reconocen la capacidad del niño para plantearse preguntas filosóficas (critica a Piaget y a Bettelheim por no haber mencionado esta condición del niño). Todas las obras de Lobel podrían mirarse con esta lente, pero citaré sólo la que sirve de ejemplo a Matthews: Sapo y Sepo en el cuento Galletas en donde, mediante un diálogo muy inteligente y a la vez muy infantil entre Sapo y Sepo, se plantea el problema de la voluntad y de la fuerza de voluntad, nociones filosóficamente molestas y desconcertantes: “fuerza de voluntad es tratar de no hacer algo que realmente queremos hacer” dice Sepo. Es decir que la fuerza de voluntad es una paradoja. (Matthews: 1983)
Esta enumeración deja por fuera bastantes obras de gran valor que valdría la pena recuperar, pues están tristemente asediadas por la sociedad de consumo que se rige por las dinámicas de la moda que –según Pilles Lipovetsky– se apoderó de esferas en las que antes no regía y por el culto a la novedad, hecho que las tiene en vías de extinción. Colecciones enteras han desaparecido de fondos prestigiosos en aras de la novedad, lo cual ha dejado fuera de circulación autores que ya podían llevar el calificativo de clásicos.
Según Calvino:
La capacidad de sobrevivir indemne a los cambios del gusto, de las modas, del lenguaje, de las costumbres, sin conocer nunca períodos de eclipse o de olvido (y en un campo tan sujeto al desgaste de las estaciones como el de las lecturas infantiles) es la razón por la cual Pinocho se considera un clásico.
(Calvino: 1982)
Pero no sólo han desaparecido por la reverencia a la novedad, también por el hecho de que, estas obras exigen de sus lectores tiempo, esfuerzo y atención y porque dicen cosas que no queremos oír.
Para ampliar este pequeño panorama de clásicos infantiles y juveniles que presento aquí recomiendo la lectura del libro de Ana María Machado, publicado en la colección Catalejo de Editorial Norma en donde presenta un horizonte más amplio de clásicos de todas las épocas y de todas las geografías: Clásicos, niños y jóvenes y que obtuvo el premio Cecilia Meireles en Brasil. (Machado: 2004)
La segunda pregunta: ¿Por qué leer los
clásicos ?
La pregunta ¿Por qué leer? no puede ser respondida sin su complemento directo ¿a quién o qué leer? Dice H. Bloom:
Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más [...] Leemos en profundidad por razones variadas [y los clásicos son los que más se prestan para esa lectura en profundidad], la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas...
(Bloom: 2000 p. 33)
Ayudar a establecer orden en el desorden, es tarea de la literatura en general, así como efectuar una redistribución de las cosas que se presentan en la realidad de manera caótica y arbitraria, a poner distancia entre lo que llamamos realidad y nuestra manera de verla, distancia que, como el efecto brechtiano de extrañamiento, nos permite modificar nuestra mirada. Pero es tarea especial de los clásicos, cualquiera que ellos sean, la de poner orden y mantener distancias, en la medida en que ellos ya han trascendido en el tiempo.
Calvino también afirma que:
Las lecturas de juventud [...] pueden ser formativas en el sentido en que dan forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde.
(Calvino: 1991, p. 14)
La capacidad de proporcionar modelos, espejos y conformar imaginarios que permitan ayudar a construir la identidad se le puede atribuir a la literatura en general, pero en especial a los clásicos. Sobre estos aspectos habla Michèle Petit en sus libros Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura y Lecturas: del espacio íntimo al espacio público:
La lectura y la biblioteca pueden contribuir a recomposiciones de la identidad, sin entender en este caso la identidad como algo fijo, detenido en la imagen, sino por el contrario como un proceso abierto, inconcluso, como una conjunción de múltiples rasgos, en incesante devenir.
(Petit: 1999, p. 53)
Una de las bondades a mi modo de ver fundamental de los clásicos es la posibilidad que nos ofrecen de recuperar la memoria y el recuerdo.
No es que se pretenda regresar a la memorización de libros enteros, la época no es propicia para esta práctica, pero sí que mediante la lectura y la relectura a la que sobre todo los clásicos invitan, se pueda preservar una condición del ser humano que también está en vías de desaparecer: la memoria.
En general –dice Steiner en su libro Lecciones de maestros– lo que sabemos de memoria madurará y se desarrollará con nosotros. El texto memorizado se interrelaciona con nuestra existencia temporal, modificando nuestras experiencias y siendo dialécticamente modificados por ellas. Cuantos más fuertes sean los músculos de la memoria, mejor protegido está nuestro ser integral. [...] Por todas estas razones, la eliminación de la memoria en la escolarización es una desastrosa estupidez. La conciencia está tirando por la borda su lastre vital.
(Steiner: 2004, p. 38)
En la película American Beauty, Ricky Fitts un adolescente poco convencional manifiesta su necesidad de captar con su cámara la belleza para, como él mismo afirma, disponer en el futuro de recuerdos felices. Acumular belleza para afrontar el mundo parece ser una búsqueda constante entre los adolescentes. El problema es que no saben dónde buscarla y la belleza que la sociedad les ofrece sólo los conduce a la depresión y, en el mejor de los casos a la pérdida de todo interés. El arte, la literatura –y dentro de ésta los clásicos– son fuente de belleza.
Los clásicos son subversivos. Dice Gabriel Janer Manila: “la transgresión es la materia de los clásicos”. Por lo general los libros que se consagran con el tiempo son los que en su época se apartaron de la norma y no gozaron de la aprobación de sus contemporáneos. Muchos de ellos fueron censurados.
Se cuenta que ante la prohibición que bibliotecas norteamericanas hicieron de su Tom Sawyer, Mark Twain respondió con su mejor arma: el humor, diciendo que a Tom no le convenían esas malas compañías en las que se encontraba en los estantes de las bibliotecas. Y Alicia, en donde el carácter subversivo se encuentra en el lenguaje, para no hablar de El Quijotesubversivo en su época cuando planteaba un cambio de perspectiva sobre la locura y la razón y subversivo hoy cuando reivindica la derrota frente al sacralizado éxito.
Hemos constatado en las prácticas de los Clubes que esta condición es especialmente atractiva para los jóvenes para quienes la lectura es, en muchos casos, una manera de diferenciarse de los adultos, es una forma de rebeldía. Sus prácticas de lectura son –de acuerdo con nuestras apreciaciones– en sí mismas subversivas no son reverenciales, ni pretenden sacralizar textos, aún en el caso de textos sacralizados por la tradición.
Y que se efectúe una lectura que supere los marcos de lo convencional es importante si consideramos válidas las reflexiones de E. Said acerca de la necesidad de “ir más allá” en la crítica literaria y devolverle el carácter insurreccional que tuvo esta disciplina en Europa en los años sesenta. Concretamente Said dice que:
En términos generales decimos a nuestros alumnos y a nuestros partidarios que defendemos los clásicos, las virtudes de la educación liberal y los valiosos placeres de la literatura, aun cuando también guardemos silencio (quizá por incompetencia) acerca del mundo histórico y social en el que tienen lugar todas esas cosas.
(Said: 2004, p. 13)
Se habla con insistencia sobre la necesidad de contar con relatos que nos hagan sentir parte de un pueblo, de una lengua, de una cultura. El sentido de arraigo, la necesidad de raíces, son condiciones que se pierden en la llamada posmodernidad electrónica lo cual afecta especialmente a los adolescentes y jóvenes. Los clásicos de cada país, de cada pueblo, permiten contrarrestar esta influencia y ofrecen la posibilidad de “echar raíces”. Pero no es menos cierto que también se precisa un cierto tipo de desarraigo diferente al que ofrece esta posmodernidad electrónica. Un desarraigo que permita apreciar diferentes puntos de vista, confrontar diferentes miradas, acceder a diversas posibilidades de significación del mundo. A todos los clásicos se podría aplicar lo que el pensador colombiano Estanislao Zuleta afirma para El Quijote en su estudio sobre esta obra. Para Zuleta todo El Quijote es una confrontación de textos, de versiones de la realidad, que conspira con la autoridad de una versión única, de una verdad dogmática y que facilita desarrollar un “sentido de posibilidad” que permite “concebir lo real a partir de una interpretación nueva con relación a la que le han impuesto” e imaginar, por lo tanto “una renovación más profunda de la realidad”. (Zuleta: 2004, p. 155, 167)
Creo que el anterior es un punto crucial y de obligada reflexión. Para esta reflexión me parecen de gran utilidad los aportes de Jorge Larrosa, quien afirma que la apuesta de los aparatos de producción y de transmisión del conocimiento (los aparatos pedagógicos):
[...] ha sido por la homogeneidad y la estabilidad. Y las nociones de universalidad, de consenso o de verdad han sido los instrumentos de esa homogeneización y estabilización del sentido. Los aparatos pedagógicos han estado casi siempre comprometidos con el control de sentido, es decir con la construcción y la vigilancia de los límites entre lo
decible y lo indecible, entre la razón y el delirio, entre la realidad y la apariencia, entre la verdad y el error.
(Larrosa: 2003, p.52)
Por lo anterior no basta con reflexionar acerca de qué se lee, sino –y tal vez más importante que esto– sobre cómo se lee. Mejor dicho, es necesario que, a toda costa, en programas como el de los Clubes sea posible la búsqueda plural de sentido. O –dicho de otra manera– ningún programa que pretenda promover la lectura debe meterse con las plumas del ogro, como dice Graciela Montes, en un ensayo sobre la necesidad de respetar “lo raro” en la lectura. (Montes: 2004)
He mencionado sólo algunas de las razones que tenemos para leer hoy los clásicos. Hay otras, por ejemplo, en los Clubes se leen los clásicos como garantía de calidad. Cuando un grupo se reúne por primera vez, lo primero que debe hacer es elegir los textos que se leerán lo cual genera una gran inseguridad que es superada fácilmente con libros prácticamente incuestionables. Es buen comienzo firme y sólido. “Con los clásicos se va a la fija” dice un integrante de los Clubes. Esto tiene la ventaja de suministrar las bases para construir criterios de calidad para elecciones futuras.
Para terminar, quiero volver a la condición de universales que tienen los clásicos a la que he aludido con anterioridad. Los clásicos, sin pretender serlo, son universales. Si Cien años de soledad –uno de nuestros clásicos– permite a los colombianos un sentido de pertenencia y nos otorga una identidad, si Antígona permite a un extranjero comprender mejor la tragedia colombiana, y a los colombianos sentirnos partícipes de una cultura occidental, si unas niñas de un barrio pobre de Medellín pueden sentir las mismas emociones que niños daneses, si El traje nuevo del emperador parece escrito para desenmascarar las hipocresías de hoy, si podemos compartir un pasado común que pertenece a toda la humanidad y si todavía podemos tener esperanzas en un futuro también común para la humanidad, es porque existe una literatura y un arte que pertenece a todos y a la que todos pertenecemos y que no podemos negar a nuestros niños. Ese es el sentido verdaderamente humano de universalidad que se opone al de globalización y homogenización que quieren imponer el mercado y los medios masivos.
Referen cias bibliogr áfica s
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Zuleta, Estanislao (2004) El Quijote, un nuevo sentido de la aventura. Medellín, Hombre Nuevo Editores
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