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Dar a leer... quizá.

Dar a leer... quizá.

Jorge Larrosa.
Profesor de filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona. Realizó estudios posdoctorales en el Instituto de Educación de de la universidad de Londres y en el Centro Michel Foucault de la Sorbona de Paris.


- "Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo"
[1].
- "Entre quien da y quien recibe, entre quien habla y quien escucha, hay una eternidad sin consuelo"
[2].
- "El pasado fue escrito, el porvenir será leído... sin que ninguna relación de presencia pueda establecerse entre escritura y lectura”
[3].
- Recibir las palabras, y darlas.
- Para que las palabras duren diciendo cada vez cosas distintas, para que una eternidad sin consuelo abra el intervalo entre cada uno de sus pasos, para que el devenir de lo que es lo mismo sea, en su vuelta a comenzar, de una riqueza infinita, para que el porvenir sea leído como lo que nunca fue escrito... hay que dar las palabras que hemos recibido.
- ¿Quizá dar a leer?
- "Dar a leer... quizá".
- Pero reservemos el "quizá" para el final porque quizá esta conversación no sea otra cosa que un camino hacia el quizá, es decir, hacia un final que sea como un comienzo o que al menos, quizá, anuncie un comienzo. Así que dejemos por ahora la palabra "quizá" y guardémosla a un lado, ya escrita pero sólo como anunciada y aún sin escribir, para escribirla de nuevo como la última palabra.
- Entonces leamos de nuevo: "dar a leer".

- Lo que ocurre es que "dar a leer" es una expresión demasiado legible. Cuando leemos "dar a leer" enseguida creemos haber entendido porque ya sabemos de antemano qué significa "leer" y qué significa "dar". ¿Cómo hacer para que la lectura vaya más allá de esa comprensión aproblemática, demasiado tranquila, en la que sólo leemos lo que ya sabemos leer?
- Con un hacer que tenga la forma de una interrupción: si no interrumpimos, en la misma lengua, el uso normal de la lengua, sólo entendemos lo que ya se adapta a nuestros esquemas previos de comprensión.
- Interrumpir lo que ya sabemos leer, es decir, dar a leer la expresión "dar a leer" como si aún no supiéramos leerla. Por eso dar a leer exige devolverles a las palabras esa ilegibilidad que les es propia y que han perdido al insertarse demasiado cómodamente en nuestro sentido común. Para dar a leer es preciso ese gesto a veces violento de problematizar lo evidente, de convertir en desconocido lo demasiado conocido, de devolverle una cierta oscuridad a lo que parece claro, de abrir una cierta ilegibilidad en lo que nos es demasiado legible.
- ¿Un gesto filosófico?
- Un gesto filosófico si entendemos que la filosofía es abrir la distancia entre el saber y el pensar, esa distancia que sólo se abre cuando lo que ya sabemos se nos da como lo que hay que pensar.
- ¿Dar a pensar, entonces, las palabras "dar a leer"?
- Darlas a pensar de otro modo en el mismo movimiento en que se las da a leer de otro modo. Dar a leer (lo que aún no sabemos leer): dar a pensar (lo que aún no pensamos).

- Dar a leer lo que aún no sabemos leer. Pero ¿no es eso lo que hace el escritor y, eminentemente, el poeta, renovar las palabras comunes, escribirlas como por primera vez, hacerlas sonar de un modo inaudito, darlas a leer como nunca antes han sido leídas? Barros, por ejemplo: "... no bastan las licencias poéticas, hay que ir a las licenciosidades. Tenemos que picardear el idioma para que no muera de clichés. Subvertir la sintaxis hasta la castidad: eso quiere decir: hasta obtener un texto casto. Un texto virgen que el tiempo y el hombre aún no hayan maltratado. Nuestro paladar de leer anda con tedio. Es preciso proponer nuevos enlaces para las palabras. Inyectar insanía en los verbos para que transmitan sus delirios a los nombres. Hay que encontrar por primera vez una frase para poder ser poeta en ella"
[4].
- Certero eso de que "nuestro paladar de leer anda con tedio". También anda con tedio nuestro paladar de vivir y ¿por qué no decirlo? nuestro paladar de pensar.
- Dar a pensar lo que aún no pensamos. Jankélévitch por ejemplo: "... las palabras que sirven de soporte al pensamiento deben ser empleadas en todas las posiciones posibles, en las locuciones más variadas; hay que hacerlas girar, torcerlas sobre todas sus caras, en la esperanza de un brillo; palparlas y auscultar su sonoridad para percibir el secreto de su sentido. Las asonancias y las resonancias de las palabras ¿no tienen una virtud inspiradora? Este rigor debe a veces lograrse al precio de un discurso ilegible: que se contradiga tiene poca importancia; basta continuar sobre la misma línea, resbalar sobre la misma pendiente, y el discurso se aleja cada vez más del punto de partida, y el punto de partida acaba por desmentir el punto de llegada (...). Lo que importa es ir hasta el límite de lo que se puede hacer, conseguir una coherencia sin falla, hacer aflorar las cuestiones más escondidas y las más informulables"
[5].

- El poeta aspira a un "texto casto" que podamos paladear sin tedio. El filósofo pretende un "discurso ilegible" que suscite preguntas inéditas. En ambos casos, trastornar el uso normal de la lengua, interrumpir el sentido común de las palabras hasta hacerlas ilegibles. Pero el filósofo, dando a leer de otro modo las palabras comunes, libera la posibilidad de pensar de otro modo. El poeta lo es en la frase "que encuentra por primera vez", mientras que el filósofo lo es en la frase "que hace aflorar cuestiones escondidas". Y el filósofo insiste en que no llega a esa frase desde su genialidad sino desde las palabras, aprendiendo de ellas y con ellas, llevándolas hasta el extremo de lo que pueden dar a pensar.

- Leamos entonces uno de esos textos filosóficos que se empecinan en dar a pensar el leer más allá de la aparente claridad de la palabra "leer". Gadamer, por ejemplo: "... qué cosa sea leer, y cómo tiene lugar la lectura, me parece una de las cuestiones más oscuras"
[6]. Cada día leemos, a veces hablamos de nuestras lecturas y de las lecturas de los otros, todos nosotros sabemos leer y, a veces, enseñamos a otros a leer, habitualmente usamos con plena normalidad y competencia la palabra leer... pero a lo mejor aún no sabemos qué es leer y cómo tiene lugar la lectura.
- Leamos también un texto que hace ilegible, y por tanto da a pensar, la palabra "dar". Todos nosotros participamos constantemente en prácticas de intercambio y de comunicación, cada día damos y recibimos, pero a lo mejor dar es imposible. Por ejemplo Derrida: "... el don es lo imposible. No imposible sino lo imposible. La imagen misma de lo imposible"
[7].

- Si leer es lo más oscuro y dar es lo imposible, ¿cómo leer "dar a leer"?
- Quizá leyendo la dificultad de leer la expresión "dar a leer" ya hemos comenzado a leerla, ya estamos dando a leer la oscuridad del "leer" y la imposibilidad del "dar", aunque todavía no sepamos qué dicen las palabras "dar a leer".
- Leer es oscuro cuando se lee lo que no se sabe leer, pero sólo así la lectura es experiencia: la experiencia de la lectura: leer sin saber leer. Dar es imposible cuando se da lo que no se tiene, pero esa imposibilidad es la condición misma de la ética: la ética del don: dar lo que no se tiene.
- La expresión "dar a leer" contiene la relación entre la experiencia de la lectura y la ética del don. Y cómo esa relación está implicada en esa peculiar duración de las palabras en la que éstas se conservan transformándose. Lo que nos interesa en el "dar a leer" es esa paradójica forma de transmisión en la que se dan simultáneamente la continuidad y el comienzo, la repetición y la diferencia, la conservación y la renovación.

- Leer sin saber leer. Por ejemplo: "... lo que más amenaza la lectura: la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer ser un hombre que sabe leer en general"
[8]. Solamente el que no sabe leer puede dar a leer. El que ya sabe leer, el que ya sabe lo que dicen las palabras, el que ya sabe lo que el texto significa... ése da el texto ya leído de antemano y, por tanto, no lo da a leer.
- Dar lo que no se tiene. Por ejemplo: "...dar a leer es siempre un gesto doble. Dar a leer no puede tener lugar mas que en una escritura que se da retirándose en los márgenes del texto que da a leer. No se da a leer mas que cuando se escribe en los márgenes, cuando se practica la cita, la reescritura, cuando se da lo que no nos pertenece propiamente -es decir, lo que no se puede dar"
[9]. Solamente el que no tiene puede dar. El que da como propietario de las palabras y de su sentido, el que da como dueño de aquello que da... ese da al mismo tiempo las palabras y el control sobre el sentido de las palabras y, por tanto, no las da.
- Dar a leer, entonces, es dar las palabras sin dar al mismo tiempo lo que dicen las palabras. O, mejor, interrumpiendo todas las convenciones que nos hacen dar a leer lo que ya tenemos como propio, lo que ya sabemos leer. Hemos leído que "las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo". Por eso hay que dar las palabras retirando o interrumpiendo al mismo tiempo lo que dicen las palabras para dar así el infinito durar de las palabras, su posibilidad de decir siempre de nuevo más allá de lo que ya dicen.

- Añadamos aquí el punto de vista de la pasión: ¿qué pasión pasa por el "dar a leer"? y ¿por qué esa palabra: "pasión"?, otra palabra oscura.
- Oscura como todas las palabras cuando se dan a leer en su ilegibilidad, en lo que tienen de incomprensible, en lo que en ellas hay de exceso o de ausencia respecto de sí mismas. Dar a leer es dar la alteridad constitutiva de las palabras: lo que en ellas se nos ofrece plenamente y sin reservas, y al mismo tiempo se nos retira escapándose a cualquier captación apropiadora.
- Escribamos entonces: "la pasión de dar a leer".
- Parece que al escribir la palabra "pasión" junto a la expresión "dar a leer" estamos dando a leer otra imposibilidad. Porque si leemos, según la vieja distinción escolástica, que pasión se opone a acción, passio a actio, como pasividad a actividad, "dar a leer" no podría ser un acto o una actividad.
- "Dar a leer" no podría ser, desde luego, la acción voluntaria e intencional de un sujeto poderoso que sabe lo que quiere. Pero "pasión" no dice sólo privación o defecto de actividad. Trías, por ejemplo, nos da a leer "pasión" como lo que "sobrevuela la dualidad de lo activo y lo pasivo, a la vez mantenimiento y suspensión del sentido de los términos de esa dicotomía"
[10].
- ¿Hemos escrito la palabra "pasión" para suspender la dicotomía de lo activo y de lo pasivo en el "dar a leer"?
- En efecto, para entender el "dar a leer" como la acción de un sujeto pasional: para que el "dar a leer" no sea lo que hace un sujeto soberano poniendo en juego su poder, su saber y su voluntad... sino lo que le pasa a un sujeto indigente cuando suspende toda voluntad de dominio, toda propiedad, todo proyecto, todo saber, todo poder y toda intención. Y eso tanto sobre las palabras que da a leer como sobre la lectura de aquél a quien da a leer. El "dar a leer" es el acto de un sujeto pasional cuando su fuerza no depende de su saber sino de su ignorancia, no de su potencia sino de su impotencia, no de su voluntad sino de su abandono.
- La fuerza actuante del "dar a leer" sólo es aquí generosidad: no apropiación de las palabras para nuestros propios fines, sino desapropiación de nosotros mismos en el darlas a leer. Las palabras que se dan a leer no son palabras que se puedan tener o de las que podamos apropiarnos, sino que son más bien palabras que se "dan a leer" abandonándolas. Por eso su lectura es siempre imprevisible, siempre por venir.

- Hablemos primero del escritor. ¿Cuál es la pasión del escritor que "da a leer"?
- El "dar a leer del escritor" se produce en el momento en el que el libro, ya escrito, se da al lector para que lo lea. Su dar a leer reside en el movimiento en el que se abandona la escritura y se inicia la comunicación.
- ¿Pero no es también la palabra "comunicación" otra palabra demasiado clara que nombre una práctica demasiado posible?
- Leámosla entonces interrumpiéndola. Derrida por ejemplo: "... el horizonte semántico que habitualmente gobierna la noción de comunicación es excedido o hecho estallar por la intervención de la escritura, es decir, de una diseminación que no se reduce a una polisemia. La escritura se lee..."
[11]. La escritura se lee, se da a leer. Y ese hecho tan obvio hace estallar la noción común de comunicación como transporte codificado de un sentido entre un emisor y un receptor, incluso si ese sentido que se transporta no es único sino múltiple.
- Quizá el escritor escriba porque "quiere decir" algo y "utilice" la escritura como un "medio" o un "vehículo" para comunicar eso que quiere decir: ideas, pensamientos, sentimientos o representaciones. Pero simplemente porque la escritura se da a leer, el modo como comunica cae inmediatamente fuera de esa noción común de comunicación como relación entre conciencias o como transporte lingüístico de un "querer decir".
- Además, no es evidente siquiera que el escritor sea el origen de la escritura. El escritor no escribe desde su voluntad sino desde sus palabras: no escribe sino lo que ha escuchado primero. El escritor no da sino lo que ha recibido: la frase "que encuentra por primera vez" o la frase a la que ha llegado "para hacer aflorar las cuestiones más escondidas".
- No sabemos de donde viene la escritura. Pero, si es escritura, o bien el dar a leer no puede ser entendido como comunicación o bien debemos entender la palabra "comunicación" de un modo completamente diferente.
- En el "dar a leer del escritor" debemos leer la palabra "comunicación" desde la ausencia del escritor y desde el fracaso de su querer decir. Cuando el escritor da a leer no se pone a sí mismo para relacionarse a través de la escritura con un lector más o menos anticipado ni tampoco da a leer simplemente lo que sus palabras "dicen" o "quieren decir". El escritor da a leer las palabras en el mismo movimiento en que las abandona a una deriva en la que ni él ni sus intenciones estarán presentes y que él, desde luego, no podrá nunca controlar. Las palabras que se dan a leer no unen al escritor con el lector sino que los separan infinitamente, en una "eternidad sin consuelo". Por eso "escribir es producir una marca que constituirá una especie de máquina productora a su vez, que mi futura desaparición no impedirá que siga funcionando y dando, dándose a leer y a reescribir"
[12].
- Entonces, no es el escritor el que da a leer, sino que es la escritura misma la que se da a leer en la desaparición del autor, en la no presencia de su querer decir o de su querer comunicar. Hemos leído que no existe "ninguna relación de presencia entre escritura y lectura".
- Por eso el "dar a leer" es el momento en que el escritor da las palabras perdiendo todo el poder sobre lo que dicen las palabras. La escritura se da a leer en el momento en que el escritor queda desposeído de toda propiedad y de toda soberanía, en el momento en que las palabras que se dan a leer no son ya ni sus propias palabras ni las palabras sobre las que él podría ejercer alguna suerte de dominio ni las palabras en las que él aún estaría de algún modo presente. El escritor no puede poseer el momento de la lectura, nunca podrá tener la lectura. Por eso, al "dar a leer", el escritor da lo que no tiene, lo que no sabe, lo que no quiere, lo que no puede... nada que dependa de su saber, de su poder o de su voluntad... nada que le sea propio.

- Hablemos ahora del lector. ¿Cuál es la pasión del lector que "da a leer"? Lectores que dan a leer son los profesores, los críticos, los estudiosos, los eruditos, los comentaristas y, en general, todos aquellos que dan a leer palabras que no han escrito sino que les han sido dadas. Démosles un nombre único: maestro de lectura. El maestro de lectura es el que quiere dar a leer lo que él mismo ha recibido como el don de la lectura. Entonces, ¿cuál es la pasión del maestro de lectura que "da a leer"? ¿le convendría también a esa pasión el nombre de "comunicación"?
- Aquí comunicación es "transmisión": mediación entre lo que se ha recibido y lo que se da. El maestro de lectura es el que aprende para enseñar, aquél en el que se conjugan la pasión de aprender y la pasión de enseñar. Así Lévinas: "La transmisión comporta una enseñanza que ya se dibuja en la receptividad misma del aprender y la prolonga: el verdadero aprender consiste en recibir la lectura tan profundamente que se hace necesidad de darse al otro: la verdadera lectura no permanece en la conciencia de un solo hombre sino que estalla hacia el otro"
[13].
- La relación entre el recibir y el dar, entre el aprender y el enseñar, ha sido dada a leer por Lévinas con la palabra "estallar": ¿es entonces la transmisión un estallido?
- La transmisión es una comunicación que estalla. Cuando hay transmisión la noción común de comunicación estalla porque lo que se comunica sólo se transmite transformándose. La transmisión no es el comunicarse de algo inerte sino el abrirse de la posibilidad de la invención y de la renovación. Por eso, en el maestro de lectura, la pasión del aprender y la pasión del enseñar se conjugan en la pasión de lo nuevo, de lo imprevisible, de la lectura por venir.
- Pero para que la pasión del maestro de lectura sea la pasión de la lectura por venir es preciso que ni la pasión del aprender ni la pasión del enseñar pasen por la apropiación o por la reproducción de lo mismo. El maestro que da a leer no sabe leer (las palabras que lee no son de su propiedad) y no es el dueño de la lectura de los otros. Tanto lo que recibe como lo que da le son ajenos, diferentes. Por eso son fuente de pasión. Trías: "... esa afección por lo diferencial es lo que denominamos pasión"
[14].
- Tanto lo que aprende como lo que enseña son, para el maestro de lectura, "lo diferencial". Quizá por eso el maestro, como el escritor pero de otra manera, también comunica desde su ausencia y desde su fracaso. Su comunicación es un llamar la atención, no sobre sí mismo, sino sobre las palabras que da a leer. El maestro comunica por su humildad, por su ponerse al servicio de las palabras: su pasión comunicativa está hecha también de generosidad, de desprendimiento.
- Una generosidad que se dirige no sólo a las palabras que da a leer, sino también a aquéllos a quienes da a leer. ¿Una doble responsabilidad, por tanto, que es una doble desaparición y un doble fracaso?
- El maestro de lectura se hace responsable, primero, de las palabras que ha recibido como un don de la lectura y que, a su vez, quiere dar a leer. Esa responsabilidad que se llama respeto, atención, delicadeza o cuidado, le exige desaparecer él mismo de las palabras que da a leer para darlas a leer en su máxima pureza. Y el maestro de lectura se hace responsable también de los nuevos lectores que deberán producir nuevas lecturas. Por eso también tiene que desaparecer en la lectura de lo que da a leer para que sea una lectura nueva e imprevisible.
- El dar a leer del maestro de lectura ¿es un proteger las palabras y un abrir la lectura?
- Su dar a leer implica siempre un doble gesto. Por un lado debe respetar las palabras que da a leer para protegerlas tanto del dogmatismo interpretativo como del delirio interpretativo. Por otro lado debe abrir la lectura, es decir, debe hacer que la lectura sea a la vez rigurosa e indecidible.

- Podríamos ahora escribir la palabra "pasión" junto a esa otra palabra con la que habitualmente suele darse a leer: la palabra "amor". Quizá no esté del todo desencaminado si recordamos la definición célebre de Lacan: "el amor es dar lo que no se tiene"
[15]. Dar las palabras podría ser indistinguible de estar apasionado por las palabras, de estar enamorado de las palabras. ¿Sería el "dar a leer" la pasión del filólogo?
- Leamos una declaración de amor a las palabras. García Calvo: "Las palabras, pues, camaradas, cojámoslas y vayamos descuartizándolas una a una con amor, eso sí, ya que tenemos nombre de 'amigos-de-la-palabra'; pues ellas no tienen por cierto parte alguna en los males en que penamos día tras día, y luego por las noches nos revolvemos en sueños, sino que son los hombres, malamente hombres, los que, esclavizados a las cosas o dinero, también como esclavas tienen en uso a las palabras. Pero ellas, con todo, incorruptas y benignas: sí, es cierto que por ellas este orden o cosmos está tejido, engaños variopintos todo él; pero si, analizándolas y soltándolas, las deja uno obrar como libres alguna vez, en sentido inverso van destejiendo sus propios engaños ellas, tal como Penélope por el día apacentaba a los señores con esperanzas, pero a su vez de noche se tornaba hacia lo verdadero"
[16].
- Aquí se nos da a leer el "amor a las palabras" como algo que no tiene que ver con su uso sino con su libertad, y que no tiene que ver con su vida diurna, aquella en la que las palabras trabajan al servicio del orden y de la esperanza, al servicio del sentido, sino con su vida nocturna, la más inquietante y la más peligrosa, pero también la más benigna, la más hospitalaria, la más generosa y la más verdadera. Esa declaración de amor nos da a pensar el ser amigos-amantes-enamorados de las palabras en una forma de amor que no pasa por el conocimiento, ni por el uso, ni por la voluntad de apropiación, ni siquiera por la voluntad de sentido.
- ¿Amor-pasión?
- Sí, si entendemos que la pasión le da al amor un carácter paradójico. El amor marcado por la pasión anula las dicotomías entre posesión y entrega, entre apropiación y desprendimiento, entre satisfacción y deseo, entre padecimiento y afirmación, entre libertad y cautiverio. El filólogo es un ser poseído por su amor a las palabras, padece de amor a las palabras, está cautivado por las palabras. Pero es en ese padecimiento y en ese cautiverio en los que se afirma como sujeto pasional: sólo accede a las palabras, y nunca plenamente, cuando se entrega a ellas; sólo se le dan, y nunca del todo, cuando se desprende; sólo le hacen libre, y nunca totalmente, cuando las deja libres; sólo se le entregan, y nunca completamente, cuando anula su saber, su poder y su voluntad. Por eso, el amor-pasión no puede satisfacerse, sino que sólo se satisface en su permanente insatisfacción, en tanto que el deseo permanece como deseo.
- Y esa nocturnidad, ese amor a la libertad nocturna de las palabras, ¿tiene también que ver con la pasión?
- El amor-pasión siempre tiene algo de ilegítimo, de desventurado y de peligroso. El amor legítimo a las palabras es un amor diurno que tiene que ver con la apropiación, con el uso y con el trabajo del sentido: es un amor seguro, útil, que no pone nada en peligro, y que tiende a la seguridad, a la felicidad y a la estabilidad del mundo. Sin duda, la mayoría de las veces el "dar a leer" forma parte del día: cuando el dar a leer tiene que ver con la esclavitud de las palabras a la verdad común, a la belleza o a la bondad común, al lenguaje corriente, a las fórmulas eficaces, a la cultura, a la educación o a la historia, al diálogo público, a la moral, al conocimiento, a los negocios de los hombres en suma. Pero a veces el amor a las palabras y el dar a leer que le corresponde está atravesado por una pasión nocturna, libre, desgraciada e inútil que interrumpe por un momento, haciéndola vacía e insignificante, toda la seguridad, toda la estabilidad, toda la felicidad y todo el sentido del día.
- El filólogo, entonces, debe entregarse también a ese amor nocturno y dar a leer las palabras apasionadas de la noche. Así Blanchot: "... cuanto más se afirma el mundo como futuro y el pleno día de la verdad donde todo tendrá valor, donde todo tendrá sentido, donde el todo se realizará bajo el dominio del hombre y para su uso, más parece que la palabra debe descender hacia ese punto donde nada aún tiene sentido, más importante se hace que mantenga el movimiento, la inseguridad y la desventura de lo que escapa de toda percepción y de todo fin"
[17]

- ¿Podemos ya escribir ese "quizá" que habíamos dejado anunciado y reservado para que fuera nuestra última palabra?
- Escribamos entonces: "... quizá".
- Y démoslo a leer como una figura de la discontinuidad. Por eso la palabra "quizá" viene precedida de unos puntos suspensivos, es decir, de algo que permanece suspendido en un ritmo silencioso de marcas y vacíos. Los puntos suspensivos no son vectores direccionales, no llevan a ninguna parte ni vienen de ninguna parte, no significan nada, no suenan de ningún modo. Indican una dilación, una espera, un suspense, una pausa, un aplazamiento, un instante de atención y escucha, una levísima interrupción con la que se prepara el quizá y en la que, quizá, se anuncia su venida.
- Esa discontinuidad del quizá ¿no se nos da a leer junto con el acontecimiento y con el porvenir? Así Derrida: "... el pensamiento del quizá involucra quizá el único pensamiento posible del acontecimiento. Y no hay categoría más justa para el porvenir que la del quizá. Tal pensamiento conjuga el acontecimiento, el porvenir y el quizá para abrirse a la venida de lo que viene, es decir, necesariamente bajo el régimen de un posible cuya posibilitación debe triunfar sobre lo imposible. Pues un posible que sería solamente posible (no imposible), un porvenir segura y ciertamente posible, de antemano accesible, sería un mal posible, un posible sin porvenir. Sería un programa o una causalidad, un desarrollo, un desplegarse sin acontecimiento"
[18].
- El quizá da a leer la interrupción, la discontinuidad, la posibilidad, quizá, del acontecimiento que se abre en el corazón de lo imposible, la venida del por-venir, es decir, de lo que no se sabe y no se espera, de aquello que no se puede proyectar, ni anticipar, ni prever, ni prescribir, ni predecir, ni planificar.
- "Dar a leer... quizá" para leer en el "dar a leer" el quizá del acontecimiento, de la discontinuidad y del por-venir .

- ¿También el quizá de la fecundidad?
- "Dar a leer... quizá": la fecundidad del "dar a leer".
- Leamos entonces la palabra "fecundidad". Lévinas, por ejemplo: "un ser capaz de otro destino que el suyo es un ser fecundo"
[19]. Y escribamos algunas variaciones de esa cita: una vida capaz de otra vida que la suya es una vida fecunda; un tiempo capaz de otro tiempo que el suyo es un tiempo fecundo; una palabra capaz de otra palabra que la suya es una palabra fecunda. ¿No es la fecundidad una modalidad del "dar"? Fecundidad: dar la vida, dar el tiempo, dar la palabra.
- La fecundidad es dar una vida que no será nuestra vida ni la continuación de nuestra vida porque será una vida otra, la vida del otro. O dar un tiempo que no será nuestro tiempo ni la continuación de nuestro tiempo porque será un tiempo otro, el tiempo del otro. O dar una palabra que no será nuestra palabra ni la continuación de nuestra palabra porque será una palabra otra, la palabra del otro.
- "Dar a leer... quizá" tiene que ver con el quizá de una palabra que no comprenderemos, pero que, al mismo tiempo, necesita del darse generoso de nuestra palabra.
- Y es ahí donde dar a leer (sin saber leer) es dar lo que no se tiene. O, aún más radicalmente, es ahí donde dar a leer es dar la aceptación de la muerte de las propias palabras: ese imposible de dar al otro la aceptación de la muerte propia, el silencio, la interrupción, el quizá, el espacio vacío en el que quizá puede venir el porvenir de la palabra o la palabra del porvenir.
- Aquí, junto al quizá, otra vez la pasión. Trías: la pasión "es un amor que se desarrolla en el horizonte de la muerte"
[20].

- Leamos de nuevo: Dar a leer: la pasión del amor: la pasión de la muerte: la pasión de la fecundidad: la pasión del quizá.
- Recibir las palabras, y darlas.
- Para que las palabras duren diciendo cada vez cosas distintas, para que una eternidad sin consuelo abra el intervalo entre cada uno de sus pasos, para que el devenir de lo que es lo mismo sea, en su vuelta a comenzar, de una riqueza infinita, para que el porvenir sea leído como lo que nunca fué escrito... hay que dar las palabras.
- ¿Quizá dar a leer?
- "Dar a leer... quizá".

[1] A. PORCHIA, Voces. Buenos Aires. Edicial 1989. pág. 111.
[2] R. JUARROZ, Decimocuarta poesía vertical. Fragmentos verticales. Buenos Aires. Emecé 1997. pág. 148.
[3] M. BLANCHOT, El paso (no) más allá. Barcelona. Paidós 1994. pág. 60.
[4] M. de BARROS, Gramática expositiva do chao. Rio de Janeiro. Civilizaçao brasileira 1990. pág. 312.
[5] V. JANKÉLÉVITCH, Quelque part dans l'inachevé. Paris. Gallimard 1978. pág. 18.
[6] H-G. GADAMER, "Filosofía y literatura" en Estética y Hermenéutica. Madrid. Tecnos 1996. pág. 189.
[7] J. DERRIDA, Dar (el) tiempo. La moneda falsa. Barcelona. Paidós 1995. pág. 17.
[8] M. BLANCHOT, El espacio literario. Barcelona. Paidós 1992. pág. 187.
[9] M. LISSE, "Donner à lire" en L'éthique du don. Jacques Derrida et la pensée du don. Paris. Metailié-Transition 1992. pág. 148.
[10] E. TRIAS, Tratado de la pasión. Madrid. Taurus 1979. pág. 29.
[11] J. DERRIDA, "Firma, acontecimiento, contexto" en Márgenes de la filosofía. Madrid. Cátedra 1989. pág. 371.
[12] J. DERRIDA, Op. Cit. pág. 357.
[13] E. LÉVINAS, L'au-delà du verset. Paris, Minuit 1982. pág. 99.
[14] E. TRIAS, Tratado de la pasión, Op. Cit. pág. 146.
[15] LACAN, Écrits. Paris. Seuil 1966. pág. 618.
[16] A. GARCIA CALVO, Lalia. Ensayos de estudio lingüístico de la sociedad. Madrid. Siglo XXI 1973. s.p.
[17] M. BLANCHOT. El espacio literario. Op. Cit. pág. 236.
[18] J. DERRIDA, Políticas de la amistad. Madrid. Trotta 1998. pág. 46.
[19] E. LEVINAS. Totalidad e Infinito. Salamanca. Sígueme 1977. pág. 289.
[20] E. TRIAS, Tratado de la pasión. Op. Cit. pág. 26.

De la consigna al enigma (o cómo ganar espacio)

De la consigna al enigma (o cómo ganar espacio)
Graciela Montes
Junio de 1999. Congreso de Lectura del I.B.B.Y. Uruguay, Montevideo. Publicado en Educación y Biblioteca, Madrid, Año 12, Nº 112, Mayo del 2000.

Las personas experimentamos a menudo la sensación de falta de espacio, y eso nos sucede aunque estemos en medio de un descampado. Nos sentimos sin espacio cuando no podemos hacer nada que, por nuestra voluntad y deseo, por ser quienes somos, queremos hacer, y sólo hacemos lo que nos cuadra hacer, lo que nuestra posición en el mundo, nuestra condición social o nuestra función nos obliga a hacer. En esos momentos nos sentimos en una celda. Tenemos la sensación de que, si nos afanáramos por salir de ella, no encontraríamos a nuestro alrededor sino carriles estrechos, bretes por donde ir mansamente, sin remedio, hacia nuevas celdas.
Otras veces -y eso sucede aunque estemos en una habitación diminuta-, sentimos que el mundo se nos ensancha. Alcanza con que el sol entre por la ventana y nosotros lo veamos entrar. En ese momento somos "el que ve entrar al sol por la ventana". Podríamos no haberlo visto, pero lo vemos, y somos más nosotros mismos que antes de haberlo visto, sentimos una emoción nueva. Nadie nos obliga a reparar en el sol, pero reparamos. Es como si se hubiese producido un alto en el funcionamiento de rutina y, en ese alto, una expansión, un ensanchamiento que nos produce una especie de plenitud, contentura.
También se nos ensancha el mundo -nos sentimos fuera de la celda y con muchos caminos disponibles- cuando pensamos y buscamos entender por qué las cosas son como son, cómo fueron antes, si podrían ser de otra manera. Cuando reconstruimos nuestra historia personal o la proyectamos hacia el futuro también nos ensanchamos, nos construimos espacio.
Estas dos experiencias -la de la celda y la del espacio ganado- son comunes a todos, aunque cada uno las viva a su manera, y adopten ambas, en cada vida, características diversas. Lo cierto es que a veces sólo vivimos, sin darnos cuenta de que estamos viviendo -funcionamos-, y, otras veces, nos sentimos vivir.

Sentirse vivir es bueno, todos sabemos eso, pero ¿cómo se hace? ¿Cómo se hace para salir de la celda y abrirse espacio? ¿Cómo se hace, en especial, cuando las condiciones son adversas, durísimas y cuando la función -y la consigna- parece ser sobrevivir, sencillamente? ¿Ese espacio propio es un don, algo que le dan a uno, algo que reclamar? ¿Es, por el contrario, objeto de una conquista?
No es fácil responder a esas preguntas. Sin duda el espacio propio deberá ser conquistado, o construido personalmente. Tiene mucho que ver con la historia personal de cada uno, con las experiencias y el modo de atravesarlas, y con algunas formas de decisión y de riesgo, por eso traté de definirlo en varias oportunidades como una frontera que no se rinde (o que no debería rendirse, al menos): "la frontera indómita". El "lugar de uno", que se construye y se defiende a cada instante.
Pero, así como es verdad que ese espacio es nuestro asunto, y nadie podrá hacerlo por nosotros, también es cierto que, desde el principio, se nos ofrece o se nos niega la posibilidad de construirlo. Los asuntos de espacio (que son a la vez asuntos de poder, de poder o no poder) resultan al mismo tiempo individuales -privados-, y públicos, propios de la sociedad.

La sociedad puede disuadirlo a uno de construir su espacio, muchas veces lo hace. Por ejemplo, los chicos pobres, que no suelen disponer de hojas totalmente blancas en que hacer sus dibujos, cuando alguna vez disponen de ellas, tienden a hacer dibujos muy pequeños, a menudo apoyados en el borde inferior, o contra el margen. Como si retrocedieran frente al enigma del espacio. Y muchos niños de los que sí podrían disponer de grandes hojas en blanco, porque es algo que la familia podría costearles, parecen haber perdido el interés o la capacidad de construir algo ahí adentro. Como si necesitaran instrucciones, consignas o "entretenimiento" constantes. También a ellos se los nota asustados frente al vacío, al tiempo libre. En ambos casos ha habido una tarea de disuasión previa.
En el título de esta charla se habla de "ganar espacio". ¿Qué espacio? ¿A qué espacio me refiero? Podría haber dicho "espacio poético", para evitar la incertidumbre, y de hecho estuve dudando un rato. Después me quedé con "espacio" a secas porque lo que quería hacer yo acá no era profesionalizar la cuestión sino retrotraerla a una situación primaria, de base. Me gustaría definir a qué me refiero cuando hablo de espacio.

Contemplar el sol entrando por la ventana, tender una mesa con algún esmero, tejer una manta eligiendo con fruición los colores, bailar, seguir el vuelo de los pájaros con la mirada, evocar viejas escenas y sonreírse en secreto, pasearse entre los árboles o por las calles de la ciudad, resolver acertijos, pulir con cuidado un trozo de madera porque sí, para descubrir su lisura, escuchar el relato de un cuento o el sonar de las chicharras en verano, mirar un cuadro, un paisaje, el dibujo fugaz de una vuelta de caleidoscopio, cantar una canción, reconstruir un poema en la memoria, deformar por gusto una palabra, sacar una foto, volver a ver una película que recordamos con añoranza, juntar un ramo de flores, buscarle los sonidos a una cuerda de guitarra o preparar un guiso con deleite forman parte de ese "espacio" tal como quiero plantearlo. El arte -lo que todos conocemos como arte, también la literatura- llevará la construcción hasta el final, simplemente. Entre el viejo que mira el campo de girasoles que hay junto a su rancho, porque sí, por mirarlo no más, y disfruta con el amarillo y con el vaivén de las corolas y con el modo en que la sombra que avanza lo va transformando, y Van Gogh, el artista, que atrapó los girasoles para siempre y nos hizo de ellos un regalo, de manera tal que ya nadie pueda ser capaz de decir que no ha visto los girasoles, entre esos dos, no hay, desde este mi punto de vista, sino una diferencia de intensidad, de grado. O de riesgo, si se prefiere. Pero las experiencias son afines, se tocan.

Todos tenemos derecho al arte y somos, en alguna medida -la medida que nos han otorgado otros y la que nosotros mismos nos hemos ganado con o sin permiso-, artistas. Todos somos artistas. Todos, capaces de gestos de artista en algún momento.

Esa versión amplia del "espacio poético", que llamé aquí "espacio" a secas, es la primera que quiero instalar.

La segunda cuestión que quiero señalar es la vecindad entre este espacio poético amplio y el pensamiento y la búsqueda de conocimiento (incluida la ciencia). Otro espacio al que -otra vez- todos tenemos derecho. Es importante entender que no se oponen. Aunque de aquí en adelante yo vaya centrándome un poco más en el espacio del arte, me gustaría que no olvidaran que el conocimiento está siempre por ahí cerca, que es vecino y hermano. Los dos, arte y conocimiento, parten del deslumbramiento frente al enigma y languidecen bajo las consignas.

Oponer el arte al conocimiento es una manera muy eficaz de desprestigiar a ambos. Separar el arte del conocimiento vuelve trivial al arte y estéril al conocimiento. Aunque cada uno tenga su territorio y sus reglas, arte y conocimiento se ayudan, y se necesitan, en la tarea de construcción del espacio. Que no es, por cierto, una tarea más, una tarea que comience y concluya, sino que es la tarea humana por excelencia, una tarea de por vida.

A propósito de esto me gustaría regalarles la anécdota referida a Sócrates que mi amiga María Adelia Díaz Rönner -citando a Italo Calvino, quien a su vez cita a Cioran- me regaló a su vez hace un par de meses, en ocasión de las Jornadas Docentes de la Feria del Libro Infantil en Buenos Aires. Como ustedes sabrán, Sócrates fue obligado a suicidarse. Dice Cioran que, mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía una melodía en la flauta, y que, cuando le preguntaron de qué le podía servir aprenderse una melodía dada su fatal circunstancia, él respondió: "Me sirve para saberla antes de morir." De algo así trata esta tarea de por vida de construcción del espacio propio.

Lo interesante, y lo dramático también, es que ese espacio que se construye heroicamente hasta el último día no puede construirse sino usando como piso y herramienta lo ya construido y conquistado, de modo que la infancia pesa aquí extraordinariamente. El espacio poético, aunque los nutrientes le lleguen desde todas partes, se va desenvolviendo desde quien yo soy, desde quien he llegado a ser. Es mi ciudad, mi fundación, de la que nadie sino yo, en última instancia, podrá hacerse cargo.
Sin embargo, también es cierto que los demás, mi casa, mi sociedad, mi circunstancia, las condiciones me darán -o no- ocasión de construir, buenos materiales, horizontes, aliento. Si uno quisiera educar para el desenvolvimiento humano debería facilitar y estimular este "desenvolvimiento del espacio propio", permitiéndole desplegarse, como si se tratase de una alfombra infinita, de infinitos dibujos, que se abre hacia todos los sitios al mismo tiempo. Tal vez ese empecinamiento de Sócrates en aprenderse la melodía haya sido su última lección a los discípulos. Lo contrario de la domesticación funcional y el amoldamiento. Aceptar hasta el final lo inatrapable: el enigma.

Claro está que educar así no es fácil. Es mucho más fácil educar para el funcionamiento que para el desarrollo humano. Es muchísimo más fácil recurrir a la consigna. En primer lugar, el maestro socrático no queda nunca fuera de la zona de riesgo (como deja bien demostrado la anécdota de la cicuta y la flauta). Por otra parte, él mismo tendría que tener una zona expandida, una frontera activa, realmente indómita, siempre sensible al enigma, para emprender la tarea; con el oficio solo no le alcanzaría. Y tampoco le bastaría la rutina, tendría que desarrollar una actitud diferente. Tendría que ser menos asertivo y más atento a los indicios. A la vez más prudente, para esperar el momento, y más audaz para acompañar los impulsos de construcción de sus discípulos, aunque no sean exactamente los que uno tenía previstos en el módulo correspondiente. Un maestro socrático tendría que ser capaz de deslumbrarse frente al mundo. Tendría que tener muchos más conocimientos y sobre todo muchas más preguntas, y una frecuentación del arte mucho más apasionada y viva. Es cierto que es mucho pedir. Pero ésa es la clase de maestro que Sócrates era, y ésa parecería ser la clase de maestro que todo maestro debería aspirar a ser.

Parece irónico hablar de esto cuando los maestros luchan por no morirse de hambre, y sin embargo me parece que, justamente por eso, justamente en estos momentos, su papel social tiene que volver a ser el fundante, el que le da sentido. En una sociedad de mandatos y consignas, de caminos previsibles, de consumo dirigido ¿no resulta verdaderamente revolucionario el que sigue preguntándose, cuestionándose, plantándose desnudo por así decir, deslumbrado e inquisitivo frente al enigma?

¿Cómo empieza la construcción de ese espacio que conquistamos día a día? Ésa era otra de nuestras preguntas. ¿Qué desencadena la tarea del constructor y qué formas adopta esa construcción en los primeros años, que, como vimos, resultan determinantes dada la característica de "territorio en fundación permanente" que tiene el sitio?
Todo empieza con el juego, al parecer. Jugar ensancha el espacio. Jugar es natural y todos los niños juegan.

Sin embargo, sabemos que muchas persona han perdido la capacidad de jugar. Que hay muchos niños, incluso, que ya no saben jugar. A veces son tan duras las condiciones que el juego desaparece. Porque para jugar hay que tener alguna esperanza. Como nos mostró Winnicott, el juego nace en la espera, para consolar la espera. Nace del vacío entre dos momentos de plenitud. Si la madre se ausenta y luego, más tarde, vuelve, cuando vuelva a ausentarse, habrá soledad para el niño, pero también esperanza. Entonces habrá juego. Pero si la madre no está y no está, si los deseos nunca son saciados, si el abandono es permanente, si la plenitud nunca llega, desaparecen la esperanza y el juego. Sólo se languidece. En esos casos no hay ocasión de jugar, tal vez nunca se juegue.

Por otra parte, el juego es censurado muchas veces, desaconsejado, prohibido. Muchos adultos le temen al juego. ¿Por qué? Tal vez porque el juego es una zona no controlable desde afuera. No me refiero aquí al juego social, de reglas, claro, sino al juego personal y un poco salvaje en el que exploramos zonas ignotas, ese lugar especial en el que estamos cuando no estamos sometidos a la tiranía de nuestros propios impulsos ni a la dictadura del mundo, sino a las reglas del juego, que son nuestro mandato divino mientras jugamos. Muchos adultos le tienen miedo al juego salvaje de los niños, que, vuelvo a decir, siempre tiene sorpresas. Cuando a la hora de la siesta me juntaba con mis amigas de la vuelta a jugar, a los siete, ocho, nueve años, solíamos disfrazarnos, y en medio del juego surgían fantasías fuertes, a veces había momentos siniestros. En una ocasión hubo una mujer que se asomó a la ventana que daba al patio y nos sugirió que jugáramos a otra cosa. ¿Por qué, si no
estábamos haciendo ruido? Pienso que nuestros mundos la asustaron. El juego salvaje es inquietante. Los carnavales o los cumpleaños, que eran "zonas liberadas" por naturaleza, grandes juegos colectivos, han ido siendo domesticados. Los "animadores de cumpleaños" controlan con rienda muy corta el juego, que entonces se va volviendo carril, celda. El "entretenimiento" mata al juego porque el juego es, por naturaleza, una exploración del engima, y languidece con exceso de consigna.
Jugar es el gran comienzo del espacio poético, sin duda. Sobre todo jugar con el cuerpo. La contemplación de ese enigma que es para cada uno de nosotros nuestro propio cuerpo, la exploración de sus movimientos, la búsqueda de sus sensaciones. La verdad es que, sin esa exploración gozosa y porque sí del cuerpo, ni siquiera tendríamos un cuerpo que pudiéramos llamar propio. Con las palabras -nuestro segundo cuerpo- es igual. Tenemos que jugar con ellas para apropiárnoslas. Paladearlas, ritmarlas, escucharlas sonar, amasarlas, colocarlas en situaciones imaginarias. Pero no me refiero a "obedecer consignas de juego" o a jugar artificialmente con las palabras. Eso es un entretenimiento y hasta un entrenamiento, un aprendizaje. Puede ser útil, funcional, pero no es a lo que me refiero aquí con "juego". Aquí me refiero a algo de mayor riesgo, menos previsible, y también algo más personal, único, inalienable. Tenía yo una tía que se llamaba Elisa. Yo insistía en llamarla "Carón". Ella se ofendía. Entonces yo, en su ausencia, decía "Carón, Carón, Carón" y se me representaba una luna grande y blanda, parecida a ella, que estallaba.

Creo que todos, recordando nuestra infancia, recordaremos esa facilidad para jugar que teníamos. Uno estaba "disponible" al juego y nutría el imaginario fácilmente. Una sombra, una forma, una escena, una palabra desconocida parecían crear alrededor de uno una especie de suspenso, un vacío, que uno llenaba con sus historias. Y estaban, además, los "imaginarios prestados", un juguete, láminas, figuritas, cuentos, las fiestas, el cine, las historietas, los lápices de colores. En esa fantasía de disponibilidad total que tenía uno en la infancia, no parecía haber coto alguno para el juego. En el juego podía entrar todo, siempre y cuando uno tuviera "tiempo para jugar" y un "lugar" donde poner al juego, un espacio poético. Se podía hacer de pirata, de minero, de hada, de maestra, de astronauta. Se podía usar una corona o un teléfono, un cuento de dioses olímpicos o un relato de animales cercanos. Y todo venía mezclado. Uno construía, con lo que fuera, incansablemente. Se sentía dueño de su espacio. Uno decía "Me voy a jugar" y uno sabía que entraba a un sitio donde uno era más uno mismo que nunca y el tiempo tenía otra calidad, era tiempo de otra clase.
Eso sucedió, en mi caso, en la década del cincuenta. Habría que preguntarse cómo es hoy, si la ocasión y la disponibilidad para el juego son las mismas hoy que hace cuarenta y cinco años. O cómo han variado sus condiciones si es que han variado.

Como trato mucho con niños, sé que no hay una única forma de infancia (aunque los medios y el mercado tiendan a homologarlo todo), que vidas distintas le dan a uno distintas formas de nutrir el imaginario y, sobre todo, le dan o no le dan lo que decíamos antes: la ocasión, la brecha donde construir su espacio. Las experiencias de un niño urbano, de departamento y escuela y las de un niño rural, o un niño urbano pero de la calle, desprotegido, pueden ser extraordinariamente diferentes. Las sombras, las escenas o los enigmas con que uno empieza a nutrir su imaginario pueden variar mucho según sea la vida que uno lleve.

En cambio, los "imaginarios prestados" que uno va acarreando a su espacio poético, y que le sirven de materiales de construcción para abrir nuevas brechas, no parecen variar tanto en nuestro tiempo. Incluso parecen variar mucho menos que antes. El mercado los ha homologado. El cuento oral es ya muy raro, las figuritas sirven sólo para completar álbumes y suelen estar ligadas a una serie televisiva, los imaginarios colectivos (cumpleaños, fiestas, fogatas, carnavales) han languidecido, desaparecido o han sido regulados convenientemente.

Los proveedores de imaginarios son hoy unos pocos. La televisión en primer lugar, con sus series, sus dibujos animados, sus teleteatros, sus videoclips y hasta sus noticieros y sus cortos publicitarios (la mayor parte de los juegos de los chicos giran en torno a ella); las llamadas "grandes producciones" -Rey León, Tortugas Ninjas, Disneys diversos-, que derivan por lo general en juguetes, álbumes de figuritas, detalles de vestimenta, discos, y, en menor medida, los videojuegos. Sólo algunos niños, muy pocos, tienen alguna ocasión de frecuentar otras formas de imaginarios: poesía, novelas y cuentos, anécdotas familiares, mitos y leyendas vivos, cuadros, libros de imágenes, cine, música, teatro. Para la mayor parte de los niños, la variedad de los "imaginarios prestados" que están a su alcance es mínima.

Esto vuelve a poner la educación en primer plano. Otra vez, es un asunto que les compete a los maestros socráticos. Porque ¿qué consecuencias tiene esta homologación extraordinaria que nos propone el mercado? ¿Se estará poniendo en riesgo la capacidad de jugar? Si se ve todas las tardes la misma serie televisiva, y luego se escuchan las canciones de la serie, y, cuando se va al teatro, se va a ver otra variante de la serie, y, cuando se compran libros, se compran los que tratan de los personajes de la serie y hasta las figuritas y los rompecabezas tratan de ellos, ¿no se terminará por anestesiar en los niños la posibilidad de entrar a otros imaginarios más variados o más ricos y, en última instancia, su capacidad de jugar? ¿No se les estará escamoteando el enigma? ¿No se les estará apelmazando la frontera indómita?
Hay que tener en cuenta que estos imaginarios masivos son, en su mayoría, muy rígidos y, además, muy invasores, puesto que el mercado tiende a invadir todas las áreas de la cultura con el mismo producto (de eso se trata si se busca el rédito: de vender mucho de lo mismo). Y si el "imaginario oficial" del mercado lo ocupa todo ¿quedará algún sitio para ejercer la construcción del espacio poético propio, del imaginario personal, que siempre es, por así decir, "artesanal" y privado?
Creo que hay una nueva "oficialización" en marcha. Los que me conocen desde hace más de diez años saben que, por entonces, yo me preocupaba mucho por el congelamiento de la propia historia y del propio lenguaje que acontecía muchas veces en la escuela, una especie de vaciamiento de lo propio, de lo vinculado con el cuerpo y con el pasado. Hoy me preocupa mucho más la oficialización del mercado, cuyos efectos de vaciamiento, anestesia y amoldamiento son aún más drásticos, y creo, en cambio, que la escuela -con una reformulación de su sentido y buena dosis de maestros socráticos, insisto- tiene un papel interesantísimo que desempeñar. Un papel casi heroico.

Hace diez años sentía que el lenguaje oficial de los libros de lectura terminaba arrasando con la palabra propia. Hoy los libros de lectura tienen mucho menos peso que antes. En cambio, la televisión, por ejemplo, tiene tanto peso, un peso tan extraordinario, que hasta los libros de lectura tienden a imitarla. Todo el mundo adopta el lenguaje televisivo, que es el lenguaje oficial. Hay casos de grotesco. Le preguntan a un testigo, a una víctima incluso, qué sucedió y el testigo, o la víctima, responde que "sufrió un impacto de bala en el cráneo", en lugar de decir que le pegaron un tiro en la cabeza, llama "nosocomio" al hospital, se alegra de "no haber sufrido pérdida de masa encefálica" (aunque a esta altura, ya no estamos tan seguros de eso) y se siente más prestigioso, más decente, si, en lugar de responder "sí" a una pregunta del reportero, dice "afirmativo". Hay algo de parodia en esto, claro está, pero se han visto casos muy parecidos. El protagonista siente que esa manera de decir es lo funcional, lo que corresponde. "Lo vi y oí en la televisión", parece decir el testigo, o la víctima; "un hecho de violencia se relata así, en esos términos, eso lo sabe cualquiera" (del mismo modo en que antes se sabía que, si alguien había sufrido la pérdida de un familiar, se debía decir "lo acompaño en el sentimiento" y todas las cartas debían encabezarse con la fórmula "espero que ésta los encuentre bien; yo estoy bien, a Dios gracias"). Así funcionan las cosas, parece decir, éstas son las fórmulas infalibles, las consignas. Sólo que, como sucede siempre, la consigna le quita el sitio al enigma. Y el enigma por fin desaparece. Como si los acontecimientos, por sorprendentes que sean (por ejemplo recibir un tiro en la cabeza cuando uno pasa por la calle), se congelaran de inmediato en una escena modelo, a la que le corresponden ciertas palabras. Algo así como si el viejo de la chacra vecina al campo de girasoles o el propio Van Gogh se dijeran. "No hay nada que mirar aquí. Son sólo girasoles."

Ahora la pregunta sería: si el enigma y la exploración del enigma -o sea el espacio propio- están en riesgo, si la rígida homologación -la celda- a que nos somete el mercado anestesia nuestra capacidad constructora, si los mandatos sociales nos impulsan a consumir y nunca a explorar ¿qué podemos hacer al respecto? ¿Acaso los niños ya no necesitan un espacio poético? Y, si lo necesitan ¿cómo darles ocasión de que lo construyan? ¿Cuál es el papel del educador -del maestro socrático- en todo esto? ¿Cómo puede hacer para destrabar lo tan trabado, ir en contra de lo establecido?
Mi propuesta es que reinstalemos el enigma y la diversidad. Que afirmemos el enigma y la diversidad frente a la consigna y la homologación.

Nuestra época nos escamotea lo enigmático. Al mercado lo que menos le hace falta es el enigma. Un buen consumidor, un consumidor obediente, no se pregunta demasiado, no filosofa, no explora ni discute ni se mete en berenjenales. Cuanto más, puede quejarse por el precio, y elegir entre una marca y otra, una telefónica u otra, un brete u otro brete. ¿Acaso le conviene a una sociedad construida sobre la ley del mercado que las personas tengan enigmas y pequeñas construcciones personales para responder a esos enigmas? ¿Que se pregunten acerca de su pasado y fantaseen su futuro? ¿Que usen parte de su tiempo en "sentirse vivir" simplemente? ¿Que contemplen campos de girasoles, recuerden poemas, se demoren en sus juegos, piensen el mundo? Claro que no. El énfasis del mercado está puesto en la función, en el carril, y en lo útil y eficaz, que garantiza que siga adelante el funcionamiento. "Hacerse problemas", "cuestionar", "pensar demasido", en cambio, parecen pérdidas de tiempo.

De manera que reinstalar el enigma es hoy un gesto revolucionario. Hoy lo revolucionario es el enigma, no la consigna.

Y también es revolucionaria la instalación de lo diferente, de lo heterogéneo. La constatación, a cada paso, de que el mundo es variadísimo y múltiple, que la realidad está ahí, en toda su riquísima heterogeneidad hecha de capas y más capas de infinitas experiencias, inatrapable siempre, es un modo de destrabar la homologación a que el consumo parece habernos condenado.

Instalar la diversidad implica algunas formas de desobediencia. O sea de resistencia a las consignas.
El mercado no duda y, por lo general, tiende a asegurarnos que las cosas son "automáticas" y que nada podemos hacer por modificarlas. Un educador como concibo yo a los educadores, en cambio, un maestro socrático, digamos, nunca cree que las cosas sean automáticas. Mas bien se la pasa quitando las pieles de la cebolla. Buscándole la quinta pata al gato. Mostrando la otra cara de la luna. Recordando historias viejas. Abriendo lo cerrado. Cuestionando lo establecido. Y visitando y llevando a otros a visitar los mundos imaginarios más variados: toda la riqueza de la literatura, del arte y de la ciencia. Un maestro socrático siempre es inquietante, porque sacude lo que está demasiado quieto.
Si un maestro hace eso, el efecto es inevitable, arrollador. Escuchen esto: una profesora de plástica de una escuela secundaria de un barrio muy pobre me contó lo que sucedió cuando llevó al aula sus propios libros de arte, de gran formato, libros de Picasso, de Klee, de Kandisnsky, de Goya, libros de grabadores, dibujantes, fotógrafos, grandes láminas e imágenes intensas. Simplemente los dejó ahí y les dijo a los alumnos que, si querían, podían mirarlos. Primero se hizo un gran silencio. Y luego comenzó la seducción irremediable del arte. Los chicos se demoraban en las láminas y ya no podían separarse de ellas. Poco a poco entraban en confianza. La profesora lo tomó como forma de comienzo de clase a lo largo del año. Siempre llevaba algún libro nuevo, así empezaba todo. Hacia fin de año había ya algunos comentarios, comparaciones, el pedido de que volviera a traer al aula algún libro que les había gustado especialmente. Algunos copiaban, reproducían en las hojas de las carpetas algún trazo que los había conmovido o fotocopiaban la imagen que más les había gustado para pincharla en la pared en su casa. Al mismo tiempo sus propios dibujos, sus propias construcciones, comenzaban a abandonar los clichés, a ensancharse y tener otro trasfondo.

El enigma y la extraordinaria y bella diversidad de lo que existe -que en el fondo tal vez sean lo mismo- pueden ayudar a construir el espacio poético en estos tiempos difíciles, poco propicios. Al menos, es lo que creo. La parodia, la sátira y el humor, a su vez, pueden servir para empezar a desarmar el rígido andamiaje de los mandatos y las fórmulas (burlarse de la celda es una manera de empezar a salir de ella).

Después, cada maestro socrático hará lo suyo, aquí no hay recetas. Es decir, no hay consignas. Lo que hay son sólo preguntas, o sea, enigmas. El enigma y la decisión de plantearse desnudo y deslumbrado frente al enigma, que es el único modo de ganar espacio. Y eso hasta el final porque, como bien nos enseñan Sócrates y todos los buenos maestros, siempre habrá tiempo para leer otro poema, para mirar una vez más los girasoles, para tomar la flauta en la mano y aprenderse una última melodía.

Retirados a la sombra de nuestros párpados

Retirados a la sombra de nuestros párpados

Graciela Montes.
Septiembre de 2001. Congreso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil, Universidad del Comahue, Cipolletti.

Le dice Marco Polo, el mercader, a Kublai Khan, el emperador de los tártaros:
"Tal vez este jardín sólo exista a la sombra de nuestros párpados bajos y nunca hayamos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla, yo de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está permitido retirarnos aquí, vestidos con quimonos de seda, para considerar lo que estamos viendo, y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos."
Me voy a proteger debajo de esta cita de Ítalo Calvino, que son las palabras que un Marco Polo fantasmal -un personaje, una construcción de Calvino- le dice a otro fantasma, Kublai Khan, también por él construido, en ese libro, construido por supuesto, que habla, justamente de esplendidas construcciones fantasmales y que se llama Las ciudades invisibles.
Sólo debajo de esa cita me animo a presentarles mi pequeña reflexión, que, aunque bastante más larga, resulta menos contundente y clara que las palabras que le sirven de techo.
No es una reflexión del todo nueva porque en el fondo, según me voy dando cuenta a medida que me hago vieja, no hago sino dar vueltas y vueltas alrededor de unas pocas cosas que me parecen importantes encrucijadas, toda mi vida estuve haciendo lo mismo. Pero como no dejo de dar vueltas a veces encuentro una manera u otra manera de entrar. Esta que sigue es la manera de entrar que encuentro ahora. Tal vez mañana se deshaga y con los restos construya otra reflexión, que ve las cosas desde otro sitio. De manera que les pido que la tomen como lo que es, una conjetura.
Hoy vengo dispuesta a acerarme a esos temas ya bastante cristalizados -escuela, literatura, "literatura y escuela", lectura, ficción, etc.- desde el lugar que mi reflexión elige hoy para mirarlos. Es decir que esto que sigue es lo que hoy, retirada a la sombra de mis párpados bajos y vestida con kimono de seda (ese detalle me gusta mucho), puedo decir. Ojalá, de alguna manera, les resulte útil.
Debo hablar de literatura y escuela, quedé en hablar de literatura y escuela, pero me voy a permitir hablar de otras cosas. No porque los temas propuestos no sean interesantes, lo son, y además forman parte de mi oficio, sino porque me parece que hay que empezar de un poco más atrás para no quedar encerrado entre cristales. De manera que voy a eliminar, por el momento, algunos conceptos en forma de dicotomías. Por ejemplo, voy a dejar de lado la oposición, que suele hacerse, entre arte y ciencia, o entre literatura y filosofía. Y voy a dejar de lado la oposición entre placer y trabajo. En este punto de partida muy pero muy primario no me sirven.
El punto desde donde voy a partir es la lectura. La lectura y los lectores. Mi trozo de Calvino habla de lectura, y de lectores, y del sutil vínculo entre lectores, y yo aquí, en esta pequeña reflexión, voy a hablar de lectura, de lectores y vínculos entre lectores. Y cuando hable de literatura y de escuela voy a estar remitiéndome a la lectura y a los lectores y sus vínculos, que son, creo, la gran cuestión, o al menos la única cuestión profesional que, en este momento, me conmueve.
Sin embargo, debo aclarar un poco qué entiendo por lectura y por lectores para que me puedan acompañar en mi conjetura, en esta especie de reflexión flotante. También el de la lectura es un tema saturado de discursos cristalizados -técnicos algunos, míticos los más, pero cristalizados todos-, y no deberíamos dar nada por sobreentendido.
Mi concepción de lectura, que es a la vez sencillísima y pesada (o hard) y dramática, tal vez no coincida con la de otros.
Sencillísima porque propongo partir de una especie de "grado cero" de la lectura, o tal vez grado uno, una "postura o posición de lector" básica, que es anterior a la letra.
Pesada y dramática también porque, dado ese comienzo (que casi, ya se verá, se confunde con "la condición humana"), la "postura o posición de lector" tiene sus consecuencias, bastante dramáticas en el fondo. Vista así, la lectura se destrivializa, se convierte en una gran apuesta y tal vez en la única posición verdaderamente revolucionaria que nos está permitida en un mundo de características tan opresivas como éste.
Esta conjetura mía no intenta desmerecer las consideraciones técnicas, los contenidos, los acervos, las destrezas que se van adquiriendo, los saberes y las reflexiones y experiencias específicas, que siguen teniendo su espacio. Lo único que busca es reinstalar la mirada sobre el tema.
"Leer" es, en este grado cero, sencillamente, recoger indicios y construir sentido. O, mejor, empezando un poco antes: sentirse perplejo, desconcertado, emplazado frente a un enigma (ése sería el grado cero) y, entonces, urgido por el enigma, recoger indicios y construir sentido (ése sería el grado uno). Tal vez haya que afinar un poco esta frase de "construir sentido", que podría malinterpretarse fácil. Cuando digo "construir sentido", no quiero decir "interpretarlo todo" o "buscar significaciones objetivas", tampoco alegorías, o destinos, quiero decir "construir sentido", es decir retirarse un poco y armarse alguna clase de dibujo, de mapa (que siempre será un mapa provisorio), encontrar un lugar significativo para uno, frente a ese enigma desconcertante en el que está uno embutido, algo que, provisoriamente, repito, lo haga habitable. Sembrarlo de conjeturas. "Culturizarlo" con la mirada. Desde ese punto de vista se puede decir que "leer" es una actividad "natural" o al menos vinculada con la supervivencia, pero que sus resultados se vuelven de inmediato "culturales", "sociales", justamente porque son "construidos". La lectura construye. Construye sentido, o mejor sentidos, así, en plural, ya que se trata de una actividad siempre dinámica, nunca congelada.
A leer, entonces, se empieza desde que aparece alguna forma de conciencia. Y se termina de leer cuando la conciencia se apaga. Entonces ya sólo podemos ser la lectura de otros.
De esta forma elemental de lectura, de este grado cero de la posición del lector hay algunas lecciones que derivar. Lecciones útiles para referirse a otras formas más complejas y estructuradas de lectura (como, por ejemplo, la lectura de literatura en la escuela).
Primera lección: es el vacío de sentido, el sinsentido, lo que genera lectura. Es la perplejidad frente al caos lo que nos lleva a la construcción de cosmos. Es la intriga lo que despierta la actividad de recolección de indicios. Es la conciencia de desconocer lo que genera la producción de conocimiento. El vacío es el punto de partida. El silencio habilita la palabra. Igual que con la respiración. El aire no entra abriéndose paso a toda costa en los pulmones, presionando contra ellos, sino que primero se tuvo que haber abierto el tórax y hecho el vacío esponjoso, sólo entonces fluye el aire para cubrir esas celdas vacías. La lectura también tiene su respiración, y el enigma viene antes que la lectura.
Segunda lección: la lectura actúa de alguna manera sobre el enigma creando formas, un dibujo, un pequeño cosmos, que vuelven más habitable. Una lectura es una construcción personal. Un recién nacido "lee" cuando interpreta, o cancela, a su modo las señales de la ausencia de la madre o la constelación de indicios que componen el bienestar posible: hay indicios (se abre la puerta, se oye una voz, el aire entra por la puerta hace tintinear el móvil que cuelga sobre la cuna), y con esos indicios arma su dibujo, su composición de lugar, crea sus expectativas. Un campesino "lee" cuando observa el atardecer del campo para planear las tareas del próximo día. Se lee un mapa, un rostro, un ritmo. Se lee una ciudad cuando se la recorre, incluso cuando uno se pierde en ella, y a medida que se la lee se la vuelve más habitable, más propia; el recorrido dejará su huella en la memoria.
Tercera lección: leer es interesante, hasta acuciante. El lector básico tiene un interés máximo en su lectura, la posición del lector de grado cero a grado uno es activa, siempre, intensamente protagónica siempre, siempre personal, única, nunca pasiva ni desganada. Es un gesto propio. Construir un sentido es conseguirse un sitio en este punto del mundo, en este momento, en este instante.
Cuarta y última lección: la lectura siempre es provisoria, como una ciudad que estuviera siempre en obra. Las conjeturas, los sentidos que se van construyendo (a su manera pequeños "órdenes") son siempre provisorios, y sólo se congelan en órdenes perdurables cuando se deja de leer.
Paso a la "lectura de la letra", que es, hasta ahora, la única capaz de motivar congresos de docentes y bibliotecarios.

Hace mucho tiempo que la palabra lector -que, en su sentido primario, segnificaba "recolector de señales"- quedó ligada definitivamente a la letra, a la escritura. En un momento dado de la historia (distintos momentos para distintas sociedades, y en algunas sociedades nunca) aparece un código, que es un pacto social, arbitrario, histórico (como nos explicó Saussure), que permite dejar marcas, registro, constancia de las "lecturas", de los sentidos, de los discursos, de los ordenes. Las lecturas se hacen objeto, encarnan en una materia, se objetivan.
Antes de la aparición de la letra de todas maneras ya había formas invisibles, instalaciones, que se interponían y "filtraban" por así decir la lectura que podían hacer los miembros de una sociedad de lo que los rodeaba. Había tradiciones, mitos, discursos, proverbios, ceremonias, instituciones, protocolos, "maneras de hacer, de decir y de entender". Incluso se podría decir que ese "grado cero" de la posición del lector nunca se da del todo en crudo, sin esos componentes ya heredados, esa especie de patrimonio de lectura que se manifiesta en todo desde que nacemos, en el modo en que se nos alza en brazos y se nos alimenta y se nos viste y se nos habla, en la distribución de los muebles en la casa, o el idioma dentro del cual quedamos sumergidos. El mundo que rodea al recién nacido es siempre un enigma, un mundo "a leer", pero también es un discurso, un mundo, en parte, "ya leído".
Sin embargo, aún así, aún reconociendo que las sociedades tienen múltiples modos de ir acumulando "lecturas", hay que insistir en que la aparición de la letra supuso algunos cambios extraordinarios. Supuso una fijación mayor por un lado pero al mismo tiempo, al facilitar la acumulación, el acervo, favoreció la diversidad, la extensión (en el tiempo y en el espacio) del intercambio de lecturas y entonces también el cambio.

Con la aparición de la escritura apareció un grado dos de lectores. Los "indicios" que el lector recogía eran ciertas claves que, convenientemente decodificadas, le permitirían "reconstruir" un sentido -cifrado- que el texto ya contenía. Es decir que era una lectura de una lectura, o incluso una lectura de una lectura de una lectura, ya que el código en sí (la lengua) ya es, en sí, una lectura del mundo.
Este paso a un grado dos de la lectura supuso una sofisticación mucho mayor. El código -por ejemplo el silábico, que es el nuestro- era una técnica compleja, difícil de adquirir y sobre todo difícil de dominar, y esa complejidad y dificultad terminó por ocupar toda la palabra "lectura". No todos llegaban a ser "lectores". Había una disparidad entre los que dominaban la técnica y los que sólo sabían de ella por intermedio de otros. La propiedad de ese código era un bien, como cualquier otro bien, era una "propiedad", e instalaba la diferencia. Y el poder. Había pequeños ámbitos donde todos los miembros sabían leer y escribir, por ejemplo los monasterios en la Edad Media. Había personas tan poderosas que no necesitaban saber leer y escribir, que era una técnica esforzada (muchos emperadores fueron analfabetos), pero tenían esclavos que leían y escribían por ellos. Y había inmensas mayorías iletradas para las que la letra era un verdadero misterio. Los "escribanos" y "lectores" populares -de los que la película Estación Central da un ejemplo de pervivencia- hacían de intermediarios (por lo general paternalistas) entre esas masas y el arcano de la letra. El horizonte de aquellos que no poseían la letra era mucho más acotado, más doméstico, menos amplio. Como los saberes se iban volviendo más complejos (también en virtud de la letra), los que no la poseían iban quedando afuera de ellos: la ciencia, la técnica, la filosofía, la literatura.
Es importante recordar que la letra es histórica, que aparece en un momento dado y que es una construcción social, no un fenómeno de la naturaleza. Hay culturas sin letra y hubo culturas sin letra. Sin embargo, siempre, la aparición de la letra (o en otras culturas del ideograma o la cuña o cualquier otra marca de escritura) supuso un cambio fenomenal. Porque la escritura permitía la memoria y la acumulación de conocimiento. Una enorme cantidad de significaciones y sentidos y exploraciones de la realidad y conjeturas quedaron cifradas y conservadas en ese código.
Desde muy temprano se ejerció control sobre esa técnica sofisticada que fue el código escrito. Durante muchísimo tiempo la lectura y la escritura (en este sentido específico de lectura y escritura de la letra) fueron privilegio de un grupo muy reducido de personas, los mismos que cobraban los impuestos y decidían las guerras.

Si bien hubo muchos cambios a lo largo de la historia y, en Occidente al menos, la lectura de la letra se secularizó y se extendió (mediante la invención de la imprenta, el ascenso de la burguesía, las controversias religiosas, la urbanización, etc.) a mucha más gente que en los momentos de máximo privilegio, siguió siendo siempre un poder que se otorgaba o se negaba, y que, mal que bien, siempre se buscaba controlar.

Esta dimensión histórica y social es algo importante de tener en cuenta porque, si no, se empiezan a acumular alrededor de la lectura muchos mitos que oscurecen su real funcionamiento.
Por otra parte, esta dimensión histórica nos puede ayudar a desmitificar este asunto de la lectura y la escritura, romper esos discursos cristalizados que se interponen en nuestra actividad de "lectores del mundo y de la letra" que deberíamos seguir siendo.
Por ejemplo, a uno se le puede ocurrir esta pregunta: ¿Serán lectores (me refiero a si tendrán esa postura de lector a que me refería antes, la de grado cero a uno) todos los que saben leer y escribir? ¿"Saber leer y escribir" (en el sentido que tiene en los formularios públicos: "sí lee y escribe") será suficiente para ser llamado lector?
Parecería que no. Parecería que se puede ser un decodificador más o menos aceptable sin ser un lector, entendido como recolector de indicios y constructor de sentido. De modo que condición suficiente no es, aunque es, sin duda una condición. No porque los que no poseen la letra sean incapaces de lectura (ya dimos ejemplos de "iletrados" lectores), sino porque nuestro mundo (lo que llamamos nuestro mundo en Occidente) es un mundo muy escrito. Estamos sumergidos en la letra, de manera que es impensable disponerse a "leer" ese mundo, ese enigma, si, además, no se tiene el dominio de la letra. El analfabetismo, en un mundo tan escrito como el nuestro, siempre va acompañado de pobreza. El analfabeto "puede" menos, el alfabetizado "puede" más, es más poderoso.
Sin embargo, que concretemos el viejo sueño del analfabetismo cero no parece ser garantía para el surgimiento de una generación de lectores. Solucionar, técnicamente, el analfabetismo es sin duda una condición, pero no una condición suficiente para dotar de significacióna la lectura. ¿Para qué habrían de leer los que ahora no leen? ¿Alcanza con el argumento de que de esa manera van a poder leer los carteles indicadores y los prospectos de los medicamentos?
O sea, "saber leer y escribir" no es sinónimo de "lectura".

¿Será "lectura" sinónimo de "libros"? Tampoco. De ningún modo lo es. Ya estuvimos viendo que el surgimiento histórico de la letra trajo aparejadas cuestiones de poder nuevas y reforzamiento de viejas cuestiones de poder. La letra sirvió para acumular conocimiento, para acumular "lectura", conjeturas y dibujos del mundo, libros de ciencia, historias, poemas, filosofías, leyes, códigos, cartas. Pero también sirvió para ejercer el control. Ha habido libros (muchos) destinados a someter, cartillas que había que aprenderse de memoria y repetir sin mella a riesgo de ser acusado de disidente, libros encargados de difundir la ideología dominante, biografías exaltadoras de tiranos, mentiras históricas de todo tipo. Y por supuesto también libros disidentes, libros prohibidos, libros quemados. Un control de lectura y control de escritura que, justamente, los que detentaban el poder siempre consideraron necesario, dado el poder activo, rebelde, de la lectura y la escritura por sí mismos.
Libro no es sinónimo de pensamiento o de librepensamiento, pero lectura sí lo es. Hay muchos libros que no se "leen", en el sentido original que le dimos a la palabra "leer", como curiosa e intrigada construcción de sentido, que más bien se aprenden o se graban, que funcionan como marcas más que como alternativas. De manera que, se podría decir, a veces se lee un libro como lector, en tanto lector, y otras veces se lo lee como no-lector.
Petrucci habla de un "orden de lectura" propio de Occidente que se apoyaba en tres estructuras institucionales e ideológicas básicas: la escuela (y sus textos escolásticos), la Iglesia (el catecismo y el discurso moral) y el Estado (el discurso ciudadano de la democracia progresista), o sea, dice Petrucci, discurso escolástico, discurso eclesiástico y discurso laico-progresista. Eso no significa que coincidieran (de hecho, por ejemplo, el Renacimiento había significado un fuerte remezón sobre todo en el "orden de la escuela" o la Revolución Francesa en el "orden eclesiástico", que perdió frente al orden del Estado, etc.). Lo que significa es que de una u otra forma esas instituciones (que también son a su manera órdenes, lecturas cristalizadas) ejercían un control sobre la lectura de la letra, y por supuesto sobre la lectura del mundo.
Es interesante este punto para reflexionar sobre el papel de la escuela en vinculación con la lectura (también la lectura de la literatura). Me refiero a si se trata de reproducir un "orden" , que es lo que dice Bourdieu, por ejemplo, o al menos el meollo de su ensayo La reproducción: la escuela estaría para reproducir las estructuras sociales, por lo tanto también las injusticias, para transmitir la "lectura oficial".
Eso parece ser bastante visible en la tradición educativa de Europa (la de Italia según la ve Petrucci, o la de Francia según la ve Bourdieu), pero no se la ve de la misma manera desde América. En la Argentina, por ejemplo, la escuela (la escuela de la educación universal, pública y gratuita de la ley 1420) estuvo ligada a la constitución del Estado (y a la integración de los inmigrantes recién llegados a la "nación") y al acceso de las capas populares al "poder" de la lectura, la escritura y el conocimiento, lo que le da sin duda otro tinte muy diferente de la tradición secular europea. En su instalación social la escuela estuvo ligada a un movimiento social de tipo democrático, expansivo, incluyente. Sin embargo, eso no quita que siga en pie la pregunta de si la escuela está para transmitir un orden de lectura o para generar lectores, que de ninguna manera, como vimos, es lo mismo. En toda referencia a la literatura y la escuela vamos a tener que responder primero a esa pregunta.
Este punto del "orden de la lectura" es interesante porque introduce la tradición, la convención y los listados canónicos, el canon.
El canon ha sido siempre un fuerte cohesionador social, hace que uno "pertenezca" o "no pertenezca", sea "avisado" o "no avisado", lo incluye a uno o lo deja afuera. La sociedad tiene todo tipo de cánones, locales y planetarios, tradicionales y más o menos vanguardistas. Algunas obras que han estado en el canon (y hasta en el candelero) de pronto son arrojados fuera de él, otras, marginales u olvidadas, de pronto se reivindican. No hay un solo canon sino cánones, que se definen por oposiciones y que marcan diferencias. En un tiempo los cánones eran un index implacable (en la Inquisición por ejemplo). En otros tiempos hubo escuelas literarias que cotejaban y se enfrentaban unas a otras con sus cánones (un ejemplo interesante de estas luchas puede verse en los escritos del grupo Martín Fierro o grupo de Florida cuando se enfrentaba al grupo de Boedo). Hay cánones prestigiosos, o "cultos", y cánones populares. En nuestro tiempo tal vez haya que empezar a reflexionar sobre la instalación de cánones mercantiles y planetarios, cánones massmediáticos, cánones publicitarios. En fin, una reflexión sobre la lectura (y sobre la lectura de la literatura) no puede dejar afuera ese tema central de ejercicio del control que es el canon.
Es interesante también porque habla del paso, bastante oculto por lo general, solapado, de la "postura de lector" (que, voy a repetir porque no quiero que se olvide, parte de la perplejidad y consiste en construir sentido a partir de los indicios) a la "postura de guardián de las lecturas". El guardián de las lecturas, a diferencia del lector, no tiene perplejidad ninguna, "ya sabe", "ya tiene", apretado en el puño y cristalizado, un sentido, se aferra a sus órdenes y no necesita buscar indicios ni construir nada. El lector, en cambio, no puede parar de leer, en su lectura no consigue sino posiciones inestables, precarias, porque su propia postura le indica que constantemente aparecen nuevos indicios y nuevos motivos de perplejidad. Y como él está siempre dispuesto a la perplejidad, vuelve a leer, sigue leyendo. El guardián de las lecturas, en cambio, lee muy poco, pero tiene un canon y muchos discursos cristalizados, es afirmativo, no duda, está, digamos, bien "instalado", perdió el desasosiego, que es muy típico del lector.

El modo en que se pasa de ser un lector a ser un guardián de lectura es, como decía antes, bastante solapado. Es una transformación, un resbalón, a la que todos estamos proclives. Propias del lector son la curiosidad, la duda, la iconoclastia, la exploración de los bordes. Propios del guardián son la severidad, el canon, la convención, la cartilla. Como la lectura (lo dijimos antes en nuestra llamada lección número cuatro) es una ciudad siempre en obra, ha dejado de leer, ahora vigila.
Este es un punto en el que me gustaría también hacer un pequeño alto porque sé que presentar la lectura así como la estoy presentando parece quitar seguridad, privarlo a uno de garantías. ¿De qué servirá leer entonces si de todas formas hay que seguir leyendo?
El lector vive entre el cosmos y el caos, o mejor, entre el caos y el cosmos. Caos desconcertante, cosmos tranquilizador, y luego otra vez el caos. Esa alternancia entre orden y caos y nuevo orden y nuevo caos es de lo más natural a la actividad de lectura. Y muy propio de la historia del pensamiento y de la historia de la literatura y de la historia del arte y de la historia de la ciencia. Hay cánones, tradiciones, convenciones, curricula y manuales, pompa también, una cierta oficialización solemne, y después, de pronto, a veces de manera brutal otras veces de manera más sutil, quiebres, fragmentaciones, dessolemnizaciones, parodias, reformulaciones, que tarde o temprano cristalizan en nuevos cánones, nuevas tradiciones, etc. Los momentos de desconcierto son más propicios a la lectura, los momentos de cosmos fijo son más propicios a la reproducción y la vigilancia.
Sin embargo, no es que empiece siempre de nuevo, como si nada hubiese leído. Sí es cierto que todo siempre vuelve a ser enigmático pero él tiene cada vez una habilitación máyor, un horizonte más ancho, más capas de maniobra lectora, o, para recordar una metáfora, más frontera. Es más lector, más ágil, más astuto, más ducho en conjeturas, más diestro en detectar señales, más audaz en el trazo de los dibujos. Ahora, que el enigma se agote, eso sí que no: el enigma no se agota.
Bueno, todo esta esta introducción para llegar a hoy, a lo que nos está pasando, a nuestro mundo, nuestra vida acá en este país del mundo, en esta sala donde estas personas, nosotros, hemos creído que valía la pena juntarse para hablar de algunas cosas vinculadas con nuestro oficio y nuestros ámbitos, mientras nos anuncian guerra y perdemos el trabajo y nos recortan el sueldo y todo parece cada vez más estrecho, con menos espacio y tiempo para retirarse a la sombra de los párpados y menos que menos para meternos en nuestros kimonos de seda para considerar lo que nos rodea.
Pero bueno, hagamos un esfuerzo, y empecemos por pensar dónde estamos parados.
Hagamos de lectores, metámonos en alguna conjetura.

Vivimos en un mundo globalizado en cuanto a los intercambios comerciales y altamente desparejo en cuanto a la concentración económica y al reparto de bienes. Muy muy desparejo y muy muy concentrado. Según el Report Development de la ONU de 1996 las 358 personas más ricas tienen una suma de bienes equivalente a la de los 2.500.000.000 más pobres (en un mundo de 6.100.000.000 en total).
En ese mundo a la vez globalizado y profundamente escindido, el discurso está dominado por los medios de comunicación masiva, que son hoy el principal agente culturalizador (sin duda muchísimo más influyentes que la escuela) y en ellos se depositan las lecturas oficiales, bastante homogéneas a esta altura ya que también los medios de comunicación masiva han sido globalizados.
En esta situación, los filtros de lectura son más poderosos que nunca. Y ya se puede hablar de un "pensamiento hegemónico", con un grado de cohesión extraordinario. Y esto debido a que los medios de comunicación masiva, que significaron a la vez una extraordinaria democratización de la información y de la culturización, tienen sin embargo una cualidad particularmente antidemocrática: son unilaterales. El mensaje (a diferencia de lo que pasa con el mensaje oral, o con el mensaje escrito) no es de ida y vuelta sino sólo de ida. Es cierto que hay programas de radio que piden la participación de los oyentes y que mucha gente va a la televisión a los talk shows a exponer sus dramas personales, pero todos percibimos que se trata de una relación profunda e irremediablemente despareja en la que más bien esos "participantes", como se los llama, son devorados, o consumidos, por el medio en el que caen.

La unilateralidad va acompañada de dos fenómenos que también aportan lo suyo: la fragmentación y la espectacularización. Es decir, un emisor muy muy muy grande -pensemos por ejemplo en el canal CNN en el curso de la semana que acabamos de vivir- que se especializa en mensajes cortos, fragmentados y, además, redundantes, y que los presenta en forma de espectáculo. La unilateralidad, la fragmentación y la espectacularización nos colocan más bien en la posición de espectadores volátiles y pasivos, que en la posición de lectores.
La situación general tiene un efecto de "desactivación" de lectura, que no digo que sea irreversible pero que es sin duda difícil de revertir. Nuestro protagonismo disminuye a medida que la concentración de poder aumenta, nos sentimos poco, nos sentimos prisioneros y nos sentimos anónimos. Por suerte la televisión nos consuela con su kermesse perpetua, el show, la farándula y "la noticia".

Dentro de ese marco general leemos y escribimos la letra, enseñamos a leer y escribir la letra, leemos y hacemos circular los textos, los libros, la literatura. Lo hacemos con alguna convicción porque tenemos en claro que la letra hace falta, puesto que vivimos en un mundo letrado, ser analfabeto es sinónimo de ser excluido. Pero con menos convicción tal vez de lo que se hacía en otros tiempos. A veces, incluso, parecemos al borde de preguntarnos. ¿realmente, valdrá la pena todo este esfuerzo?
La vieja idea de lectura, la vieja idea de convertirse en lector han entrado en crisis. Como tantas otras cosas que parecían eternas.

¿Qué hacemos? ¿Nos vamos a poner a llorar? ¿Vamos a simular en realidad no pasó nada?
Para mí no, ni llorar ni hacerse los desentenidos. Leer. Un lector está siempre dispuesto a volver a leerlo todo. La crisis incluye el quebrantamiento de muchas cosas, pero no todas son cosas que yo llamaría deseables Es cierto que en una época tan feroz en lo social, uno siente cierta nostalgia por esos lectores entusiastas de las primeras décadas del siglo XX, por ese optimismo lector que hacía de la lectura una empresa personal sin límites, capaz de llevarlo a uno a saltar las barreras sociales a convertirse en hijo de sus lecturas, o hijo de su lectura. Pero hay que reconocer que, entre las cosas que se quebraron, también se quebraron muchos cánones vetustos, muchos prejuicios, y muchas rigideces. Que aparecieron nuevas formas, nuevos textos, nuevos vínculos, nuevas percepciones, nuevas maneras de leer, y también que el grado de extensión -o de democratización- , al menos potencial, de la lectura es máximo (a uno, a mí por ejemplo, le puede dar un feo escozor ver unos pocos títulos en las góndolas del supermercado en lugar de muchos títulos en una pequeña y deleitosa librería, pero tiene que aceptar que esos pocos títulos están al alcance de muchísima gente). Y, si bien el hecho de que todo se haya convertido en espectáculo es aterrador de a ratos, y en gran medida paralizante, también tiene como consecuencia que las cosas se han vuelto muy visibles, para todos, de manera que, si uno se pone en posición de lector, hay oportunidades de leer, muchísimas oportunidades.

La cuestión es cómo pegar el salto. O dar el paso atrás. Cómo retirarse a la sombra de los párpados bajos para considerar, y leer. Ya se dijo que, en esta sociedad, la de la lectura no es una posición fácil ni auspiciada. ¿Cómo hacer para volver a "hacerse cuestión", volver a sentirse perplejos, permitirse abrir las preguntas sin darlas por cerrado de antemano con discursos que fluyen sobre todos como grandes masas de agua, mojándonos hasta el tuétano? "Hacerse cuestión" supone no aceptar el pensamiento hegemónico que dice "así son las cosas", y es natural que así sean. Un lector lee siempre, busca indicios, construye sentido, hace sus conjeturas.
Aquí entra la escuela. Ésta puede ser su tarea en estos tiempos nuevos.
Habrá que elegir. Una de dos: o la escuela sirve para transmitir la lectura oficial y reproducir las estructuras (con lo que le alcanza con enseñar decodificación y ajustar un poquito sus contenidos) o la escuela sirve para formar lectores, o mejor dicho porque formar lo que se dice formar el lector se va formando solo, para auspiciar la formación de lectores. Y no voy a aceptar que se me diga que primero hay que dar de comer. No porque no crea que las excecrables condiciones sociales no tengan que modificarse urgentemente (la pobreza y el desamparo son el escándalo más vergonzoso que ha habido nunca porque ahora, además, es visible, nadie puede ignorarlo) sino porque no viene antes sino junto. Sin gente dispuesta a adoptar la incómoda, riesgosa y aventurera posición de lector, nada se va a modificar. Nos van a decir que todo lo que nos pasa es parte de "la naturaleza de las cosas", como si lo que pasa en la sociedad fuese el equivalente a un terremoto, que de pronto, qué desgracia, cayó sobre nosotros, y vamos a terminar creyéndolo. Si resignamos la lectura nos vamos a creer eso y muchas otras cosas. Un lector no, un lector se permite la perplejidad, un lector se pregunta. Ponerse a leer es urgente.

¿Puede la escuela en esta etapa lanzarse a una empresa como ésa, una empresa tan tremenda, de tamaña envergadura? Espero que pueda, y sería mejor que lo hiciera, porque si no va a dejar de tener una razón de ser, un sitio.

A partir de allí, habría que empezar a discutir cómo hacerlo, si se está dispuesto a hacerlo, cómo empezar. Que por supuesto no tiene por qué ser una única forma sino muchas y muy variadas.
Yo voy a dejar planteadas nada más que dos o tres ideas que creo que pueden servir:
Primero, la perplejidad es buena, que pensar es bueno, discutir es bueno, preguntarnos, desconcertarnos es bueno. Es cierto que es "inseguro" (un argumento fatal en una época en la que el discurso de la "seguridad" les ha ganado a todos), pero es lo único que nos mantienve vivos. Preguntarnos y seguir preguntándonos, infatigablemente. Todos tenemos nuestros enigmas. Habrá que habilitarlos, no esconderlos. ¿Desde dónde quiero leer, busco leer, qué forma de lectura y qué lectura les sirven a mi desasosiego?
Segundo, los lectores se hacen con lectura, lecturas del mundo, lecturas de sucesos, de entornos, de circunstancias, de personas, de gestos, de paisajes, y lecturas de letra. la riqueza, variedad, intensidad y generosidad de las lecturas de otros que se les acerquen van a contribuir de manera indudable en la construcción de la propia (siempre y cuando no se haya olvidado el punto primero, del vacío, del hueco, y no se pretenda apretarlas contra ellos a toda costa). Las lecturas abiertas y estimulantes suelen ser mucho más fecundas que las cartillas, que tienden a cerrar el pensamiento. La ficción, la buena ficción, la poesía, la literatura, pueden ser especialmente ricas en generar alternativas, aperturas, mundos conjeturales y liberación del pensamiento hegemónico.
Tercero, tan importante como los textos o enigmas a leer, es la figura del "otro lector". A veces compañero, a veces mediador, a veces señalador. El encuentro lector-lector es un vínculo de gran trascendencia. Es más creo que el vínculo entre maestro y alumno deberá ir transformándose en un encuentro lector-lector. Por supuesto que eso va a suponer modificar muchas cosas, sobre todo cosas antaño hegemónicas, como ser que hay alguien que ya sabe y que ya aprendió que le va a transmitir a alguien que no sabe y no aprendió todavía cosas útiles, destrezas y contenidos. El vínculo lector-lector (aun si es un vínculo lector avezado-lector incipiente) saca la cuestión del ámbito del poder, la pone en el ámbito de la exploración y la lectura, porque el lector avezado no cree que ya sabe y ya aprendió sino que, como buen lector, se sigue haciendo cuestión por todo, sigue preguntándose, quedándose perplejo, construyendo sentidos y conjeturas nuevas y asomándose a las que otros han hecho, leyendo hasta el final, leyendo para siempre jamás. Eso hace que la relación sea horizontal o aspire cada vez más a una horizontalidad.

Claro que todo esto que propongo, o imagino, tal vez un poco utópicamente, es más fácil de decir que de poner en práctica. Ya se dijo que el lector tiene que dejar de lado los discursos establecidos y seguros, tiene que estar siempre dispuesto al cambio, al acertijo. Y sé bien que hay muchos maestros y bibliotecarios y profesores universitarios que no aspiran a ser lectores, y que se ven más bien como empleados. No crean que me hago tantas ilusiones al respecto. Puede parecer que me las hago, pero no, no me las hago. En todo caso hablo para los que estén dispuestos a pegar el salto.
Hablo para los que estén dispuestos a retirarse a los párpados bajos, vestidos con sus quimonos de seda (un detalle muy importante), entrecerrar los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, de los rigores y los bretes, de los simulacros y las kermesses, y considerar lo que estamos viendo, y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos. Una vez adoptada esa posición, difícil pero deliciosa, trabajo y placer, todo junto, podremos ponernos a pensar en la literatura y en la escuela